jueves, 11 de noviembre de 2010

La antropología filosófica como presupuesto básico de toda teoría ética

Harold Soberanis

Una de las tareas fundamentales de la Filosofía y, por ende, de los profesionales de esta disciplina, es la reflexión sobre los fines que mueven o impulsan las acciones de los seres humanos. ¿Qué es lo que hace que los hombres actúen de determinada manera? ¿Cuáles son los motivos de su acción? ¿Persiguen adecuarse a la Ley Moral o sólo siguen sus impulsos y deseos? ¿Qué es lo que da validez y legitimidad a los diversos códigos morales que conocemos?

Estas y otras muchas preguntas más son las que los filósofos, desde la antigüedad, han tratado de responder. El cúmulo de sus reflexiones constituye un saber que hoy conocemos como Ética o, en otros ámbitos, Filosofía Moral. La Ética, pues, es esa parte de la Filosofía que se refiere a la búsqueda de los principios o fundamentos que expliquen tanto la conducta de los seres humanos, como las normas o reglas morales que hemos inventado para orientar positivamente nuestras acciones. De lo anterior es fácil inferir, entonces, que la Ética es un saber teórico cuyo objeto de estudio es algo práctico: la acción humana, y que surge posteriormente a la moral que, a su vez, brota de la necesidad de normar las acciones que los seres humanos establecen entre sí en sociedad.

Ahora bien, toda teoría ética presupone, aunque no sea de forma explícita, una antropología. Es decir, una concepción filosófica de lo que es, o debería ser, el hombre. Pero no sólo se presume una antropología, puesto que para que una propuesta ética sea completa, debe incluir también una consideración sobre la sociedad y la cultura en general, tanto como una concepción del mundo.

En este artículo, sin embargo, no pretendemos referirnos a la relación entre la ética y los demás saberes humanos, sino únicamente a la exigencia de que toda teoría ética debe descansar en un concepto de hombre. Este requisito es primordial tenerlo en cuenta pues, dependiendo de la concepción de ser humano que se formule, así será la teoría ética que se plantee. De ahí la importancia de construir una idea de hombre más plausible y sólida, tomando en consideración no sólo el legado filosófico que nos han heredado los pensadores de otras épocas, sino lo que nuestro sentido común nos dicta.

Ejemplos de que toda teoría ética presupone una concepción filosófica del hombre, encontramos a lo largo de la historia de la Filosofía occidental y de otras culturas, por supuesto. En la época antigua, los filósofos clásicos afirmaban, en general, que los hombres actuábamos en función de alcanzar un fin. Éste podía ser el placer o la felicidad. Para Aristóteles, era la felicidad la que nos impulsaba, aunque ésta, según el Estagirita, tenía más bien que ver con el ejercicio de la actividad intelectual que con lo corpóreo. Esta afirmación no debería sorprendernos pues él era, a fin de cuentas, un filósofo y por lo mismo, tenía en alta estima lo intelectual. Epicuro, por su parte, afirmaba que el fin de la acción humana era el placer, aunque no cualquier placer. Se ha tendido a pensar que lo que Epicuro propone no es más que el placer vulgar, que tiene su origen en las más bajas pasiones humanas. Esto es erróneo pues, si leemos con atención lo que este filósofo nos dice, nos daremos cuenta que él está hablando de un placer refinado, propio de los seres cultos y virtuosos. En todo caso, lo importante acá es notar que en la base de estas consideraciones éticas subyace una noción de hombre, que se podría resumir en la idea de que, para los griegos, el hombre es un ser racional cuya estructura está diseñada para ser feliz. La búsqueda de la felicidad, pues, se convierte en un imperativo moral que se articula con la propia naturaleza humana.

Durante la Edad Media, con el aparecimiento del Cristianismo y su posterior expansión y dominación en el mundo occidental, la idea de hombre se va transformando. Ahora ya no se trata del ser humano autónomo, racional y libre de actuar según su propia naturaleza pensante. En este momento, se reconoce un ser superior que, otorgándole una limitada libertad, ejerce sobre él su poder, le domina y le señala lo que debe hacer y lo que tiene prohibido. De esta idea antropológica en la que el hombre es la máxima expresión de la creación divina, aunque sujeto y subordinado a su creador, derivará una concepción ética en la que la moralidad de los actos humanos, dependerá de qué tanto se aproximen éstos a la ley de Dios, ley que está plasmada en los diez mandamientos. Mientras más nos guiemos por este decálogo, más moralmente buenos seremos cumpliendo así con el mandato divino.

Con el surgimiento del Renacimiento y la Edad Moderna, el ser humano retoma su autonomía, la misma que había perdido en el medievo. Al recuperarla, vuelve a darse cuenta del poder que posee. Aunque ya no será el mismo sentido de poder que poseía el hombre de la antigüedad, pues ahora cuenta con un nuevo saber que le otorga una mayor capacidad de dominación sobre el mundo. Este nuevo saber es la ciencia. La ciencia moderna les dará pues, a los hombres de esta época, nuevas herramientas de poder. Ahora, los seres humanos no poseen más límites que los que su propia imaginación les impone. Nuevamente la idea de hombre ha cambiado y con ella todo lo que él hace, incluyendo su noción de moral. Descartes propondrá una moral provisional, mientras se encuentre un punto sólido en donde construirla; Hume y los empiristas reducirán la moral a convencionalismos, producto de la experiencia particular; Kant confiará en la Ley Moral que todos reconocemos racionalmente porque está inscrita en nosotros, y pretenderá establecer una norma general de conducta aplicable a todos los hombres en cualquier tiempo: el imperativo categórico. Después de Kant, los idealistas llevarán a sus extremos las tesis kantianas.

Ya en la época contemporánea la idea de hombre va tomando diversos rumbos, adquiriendo infinidad de matices lo cual incidirá, como hemos venido insistiendo, en una nueva teoría ética. Entre los muchos pensadores de este momento, uno que nos parece fundamental es Marx. Como sabemos, para dicho filósofo la realidad es material. Los hombres nos vemos configurados por las condiciones materiales de la vida social. Todo lo que hacemos en sociedad, eso que llamamos cultura, será determinada por las relaciones que vamos estableciendo, en el proceso de producción de bienes necesarios para la vida. Por eso, para Marx, los hombres somos seres económicos, en el sentido de que lo fundamental, lo que puede definirnos, es el sistema económico que impera en una época específica de la Historia. Si lo que importa es el modo de producción, el modelo económico prevaleciente en la sociedad en un momento dado, porque de él depende lo que será la cultura, es fácil deducir que la moral se verá determinada por dicho modelo. Esto tiene implicaciones importantes porque para Marx no hay una moral absoluta o universal, sino que ésta será histórica y responderá, al igual que el derecho, la ciencia o la misma filosofía, a los intereses de la clase dominante. Así, por ejemplo, en un sistema económico capitalista, los valores y códigos morales que prevalecen, responderán a los intereses de la burguesía, que es la clase dominante.

Más recientemente, en el siglo XX surgirá una serie de propuestas éticas cuya base será una diversidad de concepciones antropológicas. Quizá una de las más importantes e influyentes en la primera mitad de dicho siglo, sea el Existencialismo. Para los filósofos de esta escuela, especialmente Sartre, no se puede hablar de una naturaleza humana, pues el hombre no es un objeto y, por lo tanto, no es un ser acabado, encerrado en sí mismo y sin posibilidades de autotransformación. El ser humano es un ser abierto a una serie infinita de posibilidades, que se irán realizando según las condiciones de cada quien. El hombre es posibilidad dada su libertad. En el ejercicio de ésta se irá construyendo a sí mismo, proceso que finalmente concluirá con la muerte. Tampoco Sartre reconoce valores universales, por lo que niega que haya una moral válida para todos. De hecho, lo que afirma es que cada quien debe inventar su propia moral. Esto nos llevaría a pensar que lo que este pensador propone es un relativismo. Pero dicho peligro queda conjurado, cuando introduce la idea que, al escoger determinados valores o principios de acción, estoy comprometiéndome con los demás, me estoy responsabilizando ante ellos, por lo que surge la solidaridad como un valor fundamental, que disipa toda posibilidad de relativismo.

Bien, en este vistazo por la historia de la Filosofía, rápido y brevísimo dada la naturaleza de este escrito, hemos podido darnos cuenta de cómo las diversas teorías éticas que han surgido a lo largo de ella, llevan implícita, de forma clara o no, una concepción antropológica. Esto es ineludible pues, como señalamos al principio, no puede formularse una ética sin presuponer una concepción de hombre ya que, en este caso, dicha ética estaría como en el aire, sin las bases sólidas necesarias que la fundamenten. Con esto queda mostrado, aún faltando la demostración, de cómo la Ética y la Antropología Filosófica se articulan en la reflexión y búsqueda por encontrar aquel principio, que revista de moralidad la acción humana.

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