Rousseau, el Ilustrado[1]
En este año, se
conmemoran los 300 del nacimiento de Jean Jaques Rousseau, uno de los más
célebres filósofos de la Ilustración.
Como es bien sabido, la Ilustración es ese período de la Historia en la
que el optimismo, propio de quienes confían ciegamente en la Razón, invade el
ánimo de los hombres de la época, seguros de que la Humanidad se encamina a una
etapa inevitable de progreso y bienestar.
Los pensadores de la Ilustración, en efecto, retoman el proyecto del
racionalismo clásico aunque agregándole la confianza en el poder de la ciencia
y la tecnología, manifestaciones características de la Edad Moderna. Después de
siglos de oscurantismo, el del medioevo, la modernidad y la Ilustración confían
en encauzar a las sociedades todas hacia una etapa de esplendor. Bueno, al menos eso era lo que esperaban estos
filósofos.
Pues
bien, es en este contexto donde surge un pensador muy singular como Rousseau.
De origen ginebrino, Rousseau desarrolla su obra filosófica en Francia, a la
sazón, la cuna de la Ilustración. De Francia son también pensadores ilustrados
como Diderot, D’Alembert, Voltaire, entre otros.
Es
precisamente Diderot el promotor de uno de los grandes proyectos de este movimiento
intelectual: la Enciclopedia. Diderot pretendía que la Enciclopedia fuera el compendio
del saber humano de todos los tiempos.
Para ello, convocó a las mentes más lúcidas del momento. Por supuesto,
entre ellas estaba la de Rousseau. Actualmente, la Enciclopedia no es más que
una serie de vetustos libros, curiosidad de una época ya lejana, guardada en
algún museo para deleite de los adoradores de la tecnología que al verla se
burlaran de ella. Empero, en su momento fue una empresa impresionante, sobre
todo si tomamos en cuenta que no existían las máquinas de escribir eléctricas,
las computadoras ni el internet. Aunque Rousseau colaboró en la elaboración de
la Enciclopedia, nunca se consideró parte de los enciclopedistas.
A
mi juicio, la mayor aportación intelectual de Rousseau está en su filosofía
política. De carácter retraído, oscilante y hasta huraño, la obra roussoniana
está marcada por la impronta de su peculiar personalidad. De ahí que algunas de
su propuestas nos parezcan verdaderamente absurdas. Aunque otras, en cambio, nos
revelan los destellos de un genio. Rousseau es uno de los grandes teóricos del
liberalismo y de la teoría del contrato. Una de su obras, quizá la más conocida
junto con El Emilio es, precisamente,
El Contrato Social. Según los
filósofos contractualistas, en un pasado lejano vivíamos en un estado de
naturaleza, semisalvaje, pero felices. Sin embargo, para estar mejor, la
mayoría nos pusimos de acuerdo y decidimos, por medio de un pacto o contrato,
pasar al estado político concediéndole a un sujeto, electo por nosotros, el
derecho a ser gobernados por él. En dicha transición, aseguran algunos de los
contractualistas, renunciamos a nuestros derechos en función de aquél. Pero
ojo, que no le cedimos todos nuestros derechos, sino solo algunos, aclara
indignado Rousseau. De esa cuenta, la soberanía descansa en la sociedad en
tanto cuerpo social. Tal sociedad, a su vez, se apoya en un principio moral: la
voluntad general.
En
esta teoría de Rousseau, subyace la idea romántica del buen salvaje.
Efectivamente, según este filósofo ginebrino, cuando vivíamos en el estado de
naturaleza, éramos felices pero, sobre todo, buenos. Esta tesis contradice
aquella otra de Hobbes, también uno de los teóricos del contractualismo, quien
define al hombre como un lobo para el hombre, lo que en un lenguaje más preciso
significaría que el ser humano, por naturaleza, es malo y sólo al pasar al
estado político logra controlar sus instintos salvajes.
Para
Rousseau, la realidad es totalmente diferente. El hombre por naturaleza, es
bueno siendo, precisamente, la sociedad civil quien lo vuelve malo. El que el
hombre se haya degenerado se debe, asegura el ginebrino, a la vida en sociedad.
Así, lo que tenemos es una paradoja: por un lado, hay una necesidad histórica
de pasar del estado de naturaleza al estado civil y, por el otro, aunque este
paso sea necesario, la conformación de las sociedades políticas es algo
negativo, pues pervierte al ser humano. La vida social, dice Rousseau, se rige
por los vicios, más que por las virtudes. Resulta curioso que, en la actualidad,
los agoreros del mal, esos que lanzan moralinas por doquier, los mismos que se
creen santos y puros y nos ven a los demás como la encarnación del mismísimo
demonio, afirmen exactamente lo mismo, es decir, que la vida social nos
degenera. Y es curioso digo, porque mientras nos asustan con el petate del
muerto del fin del mundo llamándonos al arrepentimiento, al mismo tiempo gozan
de las mieles del poder que el dinero, que acumulan vorazmente, les
proporciona, sin preocuparse mucho del alma.
A
pesar de los evidentes errores conceptuales de la teoría política roussoniana,
de las muchas ideas que expresa, algunas verdaderamente extravagantes, me
gustaría, sin embargo, quedarme con una: la de que el verdadero soberano es el
pueblo y no quien detenta ocasionalmente el poder, más por casualidad que por
méritos. Me gustaría quedarme con ella y recordársela a quienes, por su
infinito amor a la patria, cada cuatro años compiten entre sí para gobernarnos.
Lo haría con la secreta esperanza de que estén conscientes que nosotros, el
pueblo, somos sus patrones. Esto haría bien a nuestras sociedades y
celebraríamos, permanentemente, la memoria de Rousseau.
[1]
Lic. Harold Soberanis, profesor titular del Departamento de Filosofía, Facultad
de Humanidades, USAC.