jueves, 29 de enero de 2009

Filosofía de lo cotidiano

“La vida feliz y dichosa es el objeto único de toda filosofía”.
Cicerón

“He cometido el peor pecado que un hombre pueda cometer. No he sido feliz”.
Jorge Luis Borges


Harold Soberanis*

Para el común de los mortales, que desconocen su naturaleza y valor, prevalece la idea de que la filosofía no sirve para nada. O, en todo caso, es un saber reservado a mentes ociosas cuyas oscuras e impenetrables disquisiciones ofrecen placeres inconfesables al ejercicio de la autocomplacencia intelectual.

Algunos de quienes así opinan, lo hacen desde el resguardo de su propia ignorancia la cual, al fin de cuentas, les exculpa. Lo grave es cuando personas con formación académica niegan que la filosofía posea un valor superior a cualquier otro tipo de conocimiento, pues lo hacen a sabiendas de que mienten. Desde la lógica del mercado de un sistema económico perverso como el capitalismo, la filosofía no es útil.

Sin entrar en los vericuetos de interminables discusiones, sean académicas o vulgares, sobre si la filosofía es valiosa o no, si es útil o no, mi deseo es reflexionar acerca de cómo de lo cotidiano se puede configurar un saber que al sedimentarse en nuestro ser se vuelve filosofía, es decir, una comprensión del mundo que nos orienta en él y que debe ser constantemente revisada. Así, sucede que de pronto, ante un hecho fortuito que nos golpea, nos percatamos que algunas de las cosas o creencias que considerábamos absolutas e incuestionables, no lo eran. En ese momento, la concepción que teníamos del mundo, los valores o las verdades que nos habíamos forjado, se vienen abajo. Si somos sensibles a esos acontecimientos, sacaremos alguna enseñanza. Esta, ya en forma de sabiduría o filosofía práctica, volverá a la esfera de lo cotidiano en el intento que hacemos por comprender la realidad. Y es precisamente en esa relación dialéctica entre el mundo de la experiencia externa y el mundo interno de la vida, donde la filosofía, en tanto un saber que surge de lo cotidiano, revela su valor.

Se sabe que el único ser que filosofa es el hombre, el género humano. Y lo hace desde su propia condición existencial que le interpela y lo impulsa a la búsqueda de respuestas más firmes y certeras con las cuales pueda comprender su realidad inmediata. Precisamente esta realidad inmediata es de donde surgen aquellas cosas o hechos que deben estimular al hombre a reflexionar, provocando ideas, pensamientos, etc; que deberán acumularse y depositarse en su ser a lo largo de los años, hasta convertirse en sabiduría, es decir, un saber cuya validez radica en que le orienta en la búsqueda del sentido de la existencia.

Así, ante realidades como la muerte, la vejez, el desamparo, la ausencia de esperanza, la falta de sentido, la búsqueda de la felicidad etc; la filosofía, esa sabiduría que es producto de la observación y reflexión sobre lo cotidiano, puede dar respuestas que consuelan el alma en ese tiempo de soledad en el que se ve languidecer la vida.

Heidegger afirmaba que el hombre es el único ser que muere. Lo decía en el sentido de que el ser humano es el único que está consciente de su propia muerte, conciencia que le lleva a la revelación de la finitud y precariedad de su existencia. Esta verdad, aunque dolorosa, debería conducirle, si fuese auténtico, a asumir que es un ser contingente y finito y, por lo mismo, debería verse obligado a vivir intensamente cada instante de su existencia. Sin embargo, muchas personas huyen de esta revelación refugiándose en las religiones que les prometen vida eterna. O se ven condenados al quietismo y la desesperación, sin comprender lo maravilloso de la vida y sin entender que el único imperativo moral válido es el de ser felices. La vida es tan corta que lo mejor es disfrutarla, lo cual no significa hacer lo que venga en gana y actuar sin escrúpulos aprovechándose de todos, entregándose, cual cerdo, a cualquier clase de placeres o llevar una vida frívola llena de cosas materiales pero sin cultivar el alma, como lo pedía Sócrates.

No. Disfrutar la vida, se refiere a buscar permanentemente la felicidad en cada cosa que se hace; en encontrar, aún en lo trágico, el valor de una existencia única que revela que esa vida que se vivió valió la pena, y que valdría la pena volverla a vivir.

Es la enseñanza que se debería sacar cuando, por ejemplo, se ve envejecer a alguien a quien se ama y, aunque su vejez duela en el alma porque junto a ella va la decadencia y la pérdida de autonomía, y acaso dignidad, es una realidad que todo ser humano debe enfrentar. Aunque ver personas que envejecen sea algo común, cuando esta acontece en la inmediatez de la esfera individual, se revela como una cruel verdad que nos enfrenta de golpe ante la realidad de la muerte y el sentido absurdo de la existencia pues se sabe, ahora sí de manera certera, que ese es el destino de todos.

Sin embargo, esta revelación no debería impulsar al hombre a buscar distintas maneras de evadir la vida ante su falta de sentido. Por el contrario, debería hacer que todos la amen con mayor intensidad en una permanente entrega, en un constante gozo del momento efímero, asumiendo con completa dignidad su carácter absurdo. Así, de un hecho cotidiano, común a todos los seres y a todas las cosas, como lo es la vejez, se puede hacer una serie de reflexiones que volverán a la vida de todos los días en forma de sabiduría. Esta a su vez, deberá orientar a la persona en la búsqueda constante por encontrar el sentido de su existencia, lo que incluye también, plantearse objetivos, desarrollar un tipo de vida y cultivar el alma. Le servirá de guía en los momentos de oscuridad y de consuelo en las horas de desamparo; de cómplice en los instantes de placer y de confidente en la época de duda.

He aquí pues, cómo la filosofía revela su valor y utilidad para la vida de los hombres y mujeres de todos los tiempos. Este saber no está encerrado únicamente en las aulas de la academia. Está en la calle, en los hechos cotidianos de todos los días de todas las épocas y de todos los seres. Solamente se debe estar atento a los acontecimientos de cada instante, pues ahí se muestra. Se debe descubrir en aquellas acciones y hechos que de tan comunes ya no se ven. Cuando se le descubre en la vida cotidiana, se comprende su valor y se percibe la luz que emana de su tradición y que nos alumbra permanentemente en el transcurrir de la existencia.

*Profesor titular del Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.
haroldsoberanis@usac.edu.gt

miércoles, 28 de enero de 2009

Sobre la virtud

La virtud resplandece en las desgracias.
Aristóteles

*Harold Soberanis

¡Qué difícil es ser virtuoso! Si a nuestra natural imperfección, añadimos la de un mundo que, de suyo, es una invitación al mal, por desigual e injusto, pronto nos daremos cuenta de lo difícil de encarar semejante empresa, la de ser virtuoso, digo. En la búsqueda de la virtud, es decir, en la búsqueda de una vida que se adecue al “deber ser”, nos aguardan muchas dificultades y pesares, “muchas tentaciones”, dirían los puritanos. Todos los filósofos que se han ocupado por encontrar la esencia de la virtud, se han dado cuenta de esto.
Pero, ¿qué es la virtud? A lo largo de la historia, los filósofos han dado muchas definiciones de virtud. Una muy conocida, y que a mí me gusta mucho, es la que hace Aristóteles cuando afirma que la virtud es el justo medio entre dos extremos, ambos negativos: uno por defecto, y el otro por exceso. Saber reconocer el justo medio en cada acción que realizamos sería, según el Estagirita, producto del sentido común que, junto a la sabiduría -es decir, el conocimiento teorético aplicado a la esfera práctica de la vida-, vendrían a ser las principales características del hombre virtuoso. De esa cuenta, el hombre virtuoso es aquel que, aplicando el sentido común y la sabiduría, sabe encontrar el equilibrio en cada acción que realiza lo cual le conduce, después de mucha práctica, a una vida llena de bondad.
Ahora bien, aún cuando la búsqueda de una vida virtuosa implica enfrentar muchas dificultades, no debemos confundirnos y pensar que vivir virtuosamente tiene que ser necesariamente algo penoso o triste. Buscar la virtud no implica renunciar al placer material cual ascetas que desdeñan, como Diógenes modernos, aquellas cosas que nos proporcionan una vida material más cómoda y placentera. No implica rechazar el placer de una caricia de la persona amada, ni la esporádica embriaguez con los amigos con quienes, entre copas y recuerdos, afianzamos esa especial relación que nos hace crecer como seres humanos. Ni significa alejarnos de una ocasional juerga que nos devuelva, aunque sea por efímeros momentos, a la niñez perdida. Creo que significa, como lo señaló el gran Aristóteles, encontrar el balance perfecto entre una vida buena y una buena vida. Encontrar ese balance sólo se alcanza a través de la sabiduría que es, como señalé más arriba, la aplicación del saber teórico a la vida práctica. De ahí que la figura del sabio, sea en la antigüedad o en la época actual, es la de aquél que, con total lucidez y de manera lúdica, vive una vida ejemplar a la vez que acepta el placer de una vida material que, al fin de cuentas, es la única que se tiene.
Esto lo habían comprendido muy bien los pensadores antiguos, pues ellos, a diferencia del cristianismo, no separaban lo bueno – moralmente hablando - de lo placentero. Y es que la bondad no excluye el placer. No tiene porque excluirlo, pues el placer no es malo en sí mismo. Al contrario, el placer también nos fortalece y nos ayuda a alcanzar la plenitud de nuestro ser. El problema no está en el placer en sí mismo, sino en hacer de él el único fin de nuestra existencia, olvidando que existen otras dimensiones de la realidad humana que es necesario cultivar para ser mejores seres humanos. Por lo tanto, el sabio será aquel que encuentre el equilibrio entre una vida virtuosa y el placer corporal.
De hecho, la virtud debe llevarnos a una vida buena pero también a una buena vida, en el sentido de asumir lúdicamente una existencia que es absurda pero que, por lo mismo, debe ser vivida con intensidad y pasión en cada momento. Esto no implica, como han querido verlo algunos moralistas de domingo, llevar una vida egoísta y sin escrúpulos donde todo es válido en tanto me reporte beneficios. Esto lo que significa es comprometerme con el otro en la búsqueda de una vida plena y solidaria, que nos haga más dignos. Significa, construir un mundo más justo, más humano.
Pero, ¿por qué debemos llevar una vida virtuosa? ¿Por qué debemos buscar la virtud? ¿Por qué es mejor ser virtuoso que no serlo? Simplemente porque la virtud nos hace mejores, nos dignifica, nos hace solidarios y nos hermana en un común sentimiento de fraternidad más allá de una trasnochada moralidad que únicamente aflora en los momentos de angustia o en los arrebatos de sentimentalismo barato.
A la virtud no llegamos por medio de sermones de iglesia ni de moralinas. En la búsqueda y encuentro de la virtud participa la Razón. Claro que los sentimientos son necesarios y valiosos, pero si nos dejamos guiar solamente por ellos podemos equivocar el camino y no alcanzar una verdadera vida virtuosa. Por eso la Razón juega un papel importante en esta búsqueda. Una vida racional es una vida virtuosa. El ejercicio de la Razón que es, según Aristóteles, la facultad que define al ser humano en tanto ser humano, debe revelarnos la importancia de la vida virtuosa.
Ahora bien, no debemos pensar que para llevar una vida plena de virtud tengamos que seguir una religión determinada, como si sólo a través de ésta pudiéramos alcanzar a aquélla. La virtud pertenece a la Ética más que a la religión. La moral no necesita una base religiosa para ser válida. Desde Kant, quedó demostrado que la moral no deviene de la religión. Es más, Kant invirtió el orden de los elementos y mostró cómo una verdadera moral debe ser autónoma. Así, señaló que es la religión y la creencia en Dios quienes derivan de una consideración moral y no al revés. Es la moral, pues, la que da sustento a la idea de Dios. Con la teoría kantiana, se abrió el camino para reconocer que la moralidad del ser humano y, por lo mismo, una existencia virtuosa no necesitan de una fundamentación religiosa. De hecho, existen personas ateas que llevan una vida más ejemplar y solidaria con el prójimo, que muchos que se dicen creyentes y se consideran mejor que los demás cada vez que se golpean el pecho.
Con esto quiero decir que, la búsqueda de una vida virtuosa no tiene necesariamente que reducirse a una creencia o práctica religiosa, o que únicamente quienes son creyentes pueden algún día encontrar la virtud. Ninguna religión es dueña absoluta de la virtud. Comprender la importancia de llevar una vida virtuosa, pasa más bien por la filosofía. Esta nos ayuda a entender, a través de la crítica y la reflexión, la importancia que para nosotros, los seres humanos, tiene la búsqueda permanente de la virtud. No importa si nunca alcanzamos plenamente a ser virtuosos, debemos siempre vivir como si ello fuese posible, debemos siempre ir tras la virtud.

*Profesor titular Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.
haroldsoberanis@usac.edu.gt

martes, 27 de enero de 2009

Ludwig Wittgenstein o el mundo de la vida (2/2)

Harold Soberanis*
haroldsoberanis@usac.edu.gt

En la primera parte de este artículo, me referí a algunos aspectos de la filosofía del primer Wittgenstein. Como lo señalé en esa ocasión, Wittgenstein afirmaba, en el Tractatus, que el mundo empírico está configurado por hechos. Tales hechos, de naturaleza, también empírica, nos posibilitan la construcción de un lenguaje con el que, por medio de proposiciones, decimos algo referido al mundo. Ese “algo” tendrá sentido, pues, si y sólo si se refiere a los hechos fácticos que acontecen en dicho mundo empírico. Además, si tales proposiciones se refieren a hechos empíricos, el lenguaje, en última instancia, es también un hecho empírico.
De acuerdo con el Tractatus, el lenguaje se refiere, y sólo puede referirse, a lo que acontece en el mundo, esto es, a los hechos empíricos que en él se dan. De donde se deduce, según nuestro filósofo austriaco, que únicamente nos es posible hablar de aquello que se da, de manera fáctica, en un mundo fáctico. Es decir que, todo aquello que rebasa los límites empíricos del mundo, no es posible expresarlo. De ahí la famosa afirmación wittgensteniana de que los límites de mi lenguaje son los límites del mundo, y también de que de lo que no podemos hablar lo mejor es callar.
Sin embargo, este distinguido filósofo nunca negó que existiera algo más allá de tales límites empíricos. Únicamente afirmó que de esa realidad que trasciende los límites del mundo no podemos afirmar o negar algo, dado que no es una realidad empírica y, por lo tanto, no la podemos expresar, aunque sí intuirla. Esta realidad innombrable, estaría conformada por valores (éticos, estéticos, religiosos, etc.), creencias, presuposiciones, etc. Es precisamente, esta esfera de lo inexpresable, el aspecto místico que subyace en el pensamiento filosófico del primer Wittgenstein y que lo alejaría, como bien lo señaló en su momento Bertrand Russell, de los filósofos de tendencia analítica.
Siguiendo con el misticismo que funciona como telón del fondo del Tractatus, se puede afirmar que cabe la posibilidad de que exista un sujeto que, colocándose en los límites del mundo, lo pueda contemplar en su totalidad a la vez que pueda percibir lo que está fuera de dichos límites. Esta posibilidad, según Wittgenstein, existe y tal sujeto es lo que él denomina El sujeto metafísico.
El sujeto metafísico wittgensteniano debe entenderse como una condición de posibilidad (al estilo kantiano) cuya función es permitir articular lo místico con el sentido husserliano del mundo de la vida.
Como sabemos Edmund Husserl (1859-1938) es el filósofo alemán que inició el movimiento filosófico conocido como fenomenología, el cual pretendía ser un método filosófico de análisis de la realidad. Según Husserl para conocer la realidad es necesario captarla en su constitución última, es decir, en su esencia. De esa cuenta, el verdadero conocimiento es la captación de esencias a la que llegamos después de habernos despojado de ideas o prejuicios anteriores. Esta aprehensión de esencias sólo es posible desde la subjetividad misma, esto es, desde el yo.
El método fenomenológico sirvió a muchos filósofos de orientación metafísica, para desarrollar su propia concepción del mundo. Tal es el caso, por ejemplo, de Jean-Paul Sartre quien, en su principal obra filosófica El Ser y la Nada, pretende hacer un análisis ontológico de la realidad fundándose en dicho método.
Pues bien, lo inexpresable (místico) de Wittgenstein se articula con el husserliano mundo de la vida en tanto que todo aquello que trasciende los límites del mundo empírico, si bien no es parte de él, lo configura, otorgándole unidad y sentido. A mi juicio, considero que hay una conexión esencial entre lo innombrable de Wittgenstein y el mundo de la vida de Husserl, mundo en el que transcurre nuestra existencia. Tal conexión se manifestaría en el sentido de que, para ambos, aunque sin proponérselo, hay una coincidencia de postulados teóricos que se hacen evidentes en el reconocimiento de una realidad trascendente cuya función es concederle unidad al mundo empírico. En un momento dado y, gracias a una percatación inmediata de origen metafísico (una intuición metafísica) se nos revela la estructura última de la realidad a la cual pertenece nuestra vida. En esa percatación inmediata se nos presenta la esencia de la vida como un continuo, como un transcurrir permanente, sin fragmentaciones, lo que también nos trae a la memoria la filosofía vitalista de Bergson.
Aunque a primera vista pareciera que estas ideas son demasiado oscuras, acaso por el lenguaje utilizado o por las figuras que dicho lenguaje implica, si nos detenemos un momento y dedicamos un tiempo a reflexionar sobre ellas, nos daremos cuenta que son pensamientos que no están tan alejados de nuestra manera de concebir la realidad. Presuponemos, aunque no sea conscientemente, que somos el mismo individuo a lo largo de nuestra existencia, aún cuando reconocemos que el tiempo ha operado en nosotros cambios físicos. Al vernos al espejo, vemos a alguien más viejo pero nos reconocemos como nosotros mismos. Es decir que, a pesar de los cambios, hay un continuo que nos otorga nuestra esencia.
Lo mismo sucede con el reconocimiento de que hay una realidad que trasciende lo meramente empírico. Aunque profesemos una actitud materialista (en sentido filosófico, no en sentido vulgar), y nuestra concepción de la vida esté alejada de creencias religiosas, intuimos por alguna razón, que debe haber algo más allá de lo meramente fáctico. Aceptamos que debe existir una realidad no física que le da sentido a la esfera física en la que transcurre nuestra existencia.
Estas mismas conclusiones son a las que llega el primer Wittgenstein, aunque lo diga con un lenguaje más enigmático que por momentos pueden confundirnos. Empero, la relectura de las obras de este importante filósofo pueden ayudarnos a comprender la realidad vertiginosa que nos rodea, comprensión que, acaso, nos permita encontrar el sentido de nuestra existencia.

*Profesor titular de Filosofía,
Departamento de Filosofía, Facultad de
Humanidades, USAC.

lunes, 26 de enero de 2009

Ludwig Wittgenstein o el mundo de la vida (1/2)

Harold Soberanis*
haroldsoberanis@usac.edu.gt

Ludwig Wittgenstein nació en Viena en 1889. Perteneció a una familia acomodada lo que le permitió una esmerada educación. De personalidad fuerte, sensible y profunda, además de una mente brillante, tendió a la soledad y a la depresión. Interesado en las matemáticas puras, viajó a Cambridge para estudiarlas. Ahí conoció y recibió clases con el famoso filósofo Bertrand Russell, lo que contribuyó para que él mismo se decidiera a estudiar filosofía, llegando a ser uno de los más lúcidos e importantes filósofos del siglo XX, cuya influencia aún hoy se manifiesta en muchos círculos intelectuales de todo el mundo. A la muerte de su padre rechazó la parte de la herencia millonaria que le correspondía, cediéndosela a su hermana. Siempre repudió la petulancia y llevó un estilo de vida sencillo que se manifestaba, incluso, en su forma de vestir. Durante algunos años se alejó de la filosofía, convencido de que con su primera obra había resuelto todos los problemas filosóficos existentes pues, de acuerdo con algunas de las ideas de su primera etapa intelectual, consideraba que no habían verdaderos problemas filosóficos sino que, problemas de lenguaje. Al desentrañar la lógica interna del lenguaje, tales problemas se resuelven, o más bien, se disuelven. Después de este tiempo volvió a Cambridge y retomó su trabajo filosófico. Poco después le fue diagnosticado cáncer, muriendo en 1951.
Durante la Primera Guerra Mundial participó como voluntario. Asignado a un lugar donde la confrontación era escasa, empleó el tiempo que le sobraba en redactar su primera y famosa obra: el Tractatus lógico-philosophicus, más conocida simplemente como el Tractatus, en la que resume la primera etapa de su filosofía. Aunque Wittgenstein siempre negó pertenecer al movimiento filosófico conocido como Círculo de Viena, cuya filosofía analítica estaba de moda en algunos países de Europa, su Tractatus contribuyó a que este movimiento se lograra desarrollar y ejerciera gran influencia en el mundo académico durante buena parte del pasado siglo.
La filosofía de Wittgenstein es bastante compleja como para pretender explicitarla en este artículo. Suele dividirse su pensamiento en lo que se ha dado en llamar “el primer Wittgenstein” y “el segundo Wittgenstein”. El primero sería el Wittgenstein del Tractatus. El segundo, el de Las Investigaciones Filosóficas, obra póstuma que representa la segunda etapa de su original pensamiento filosófico. En esta obra, Wittgenstein se aleja de algunas de las tesis expuestas en el Tractatus y evoluciona hacia otras maneras de considerar la filosofía y el lenguaje.
En el presente escrito, sin embargo, lo que me interesa es presentar algunas de las tesis centrales del Tractatus, para demostrar cómo la filosofía wittgensteniana, al menos en esta primera etapa, puede ayudarnos a comprender, lo que ha dado en llamarse, el mundo de la vida. A mi juicio, y aún aceptando todos los errores que pueda contener el Tractatus, como muchos especialistas ya lo han señalado, considero que es precisamente el Wittgenstein de esta obra el más rico en ideas. Al ahondar en ellas podremos encontrar muchos matices, pensamientos no explícitos, etc; que nos ayudaran en el intento por interpretar el mundo actual. Al igual que con Marx, aún queda mucho por descubrir en el pensamiento de Wittgenstein. Creo que estamos en el momento justo para releer y reinterpretar la obra de los grandes filósofos, pues el tiempo que vivimos así nos lo revela.
Según el primer Wittgenstein el lenguaje es un mapa de la realidad. Con el lenguaje únicamente puedo expresar lo que acontece dentro los límites del mundo empírico, de ahí la afirmación wittgensteniana de que los límites del mundo son los limites de mi lenguaje. Con esto lo que Wittgenstein quiere decir es que solamente puedo predicar aquello que está dentro del mundo empírico. Esto nos podría hacer pensar que nuestro filósofo, al igual que los de la tradición analítica, herederos intelectuales del empirismo inglés, niega la posibilidad de una realidad no empírica. Empero, Wittgenstein no rechaza esa otra realidad, lo que lo vendría a distinguir de los filósofos del Círculo de Viena quienes sí niegan que pueda existir una realidad no empírica, con lo que ésta queda reducida únicamente a los hechos atómicos, punto central del atomismo lógico de Russell.
¿Qué es, entonces, lo que dice Wittgenstein? Lo que afirma este filósofo es que con el lenguaje únicamente nos podemos referir a lo que está dentro del mundo empírico, pero de ahí a negar que exista una realidad metafísica hay una gran distancia. De hecho, Wittgenstein deja entrever, al final del Tractatus, que existe algo más allá de lo empírico pero que, precisamente porque ese algo trasciende los límites del mundo atómico, no lo puedo predicar, aunque sí lo puedo intuir. Dado que no podemos hablar de lo que acontece más allá de lo empírico lo mejor que podemos hacer es guardar silencio. El mismo Wittgenstein termina su famosa obra con la muy conocida sentencia: de lo que no se puede hablar lo mejor es callar, y él calla durante mucho tiempo.
Ahora bien, de lo expuesto en el Tractatus y más aún, de lo que no está escrito en él, y que vendría a ser lo más importante de la obra, según su autor, podemos inferir que existe la posibilidad de que un sujeto colocado en el límite del mundo pueda contemplarlo. Este es el sujeto metafísico. Dicho sujeto, situado en los límites del mundo empírico puede observarlo. Nos encontramos ahora, con los dos elementos principales que, articulándose, configuran el mundo de la vida: el silencio y el sujeto metafísico.
El silencio nos permite intuir, vislumbrar otra realidad más allá de lo fáctico. El sujeto metafísico puede contemplar esa otra realidad y convertirse en la posibilidad del sentido del mundo de la vida. Este mundo no es, pues, solamente el de las cosas empíricas que acontecen en él, sino también el de aquellos hechos no materiales que nos conforman como seres duales: por un lado, entes empíricos determinados por una biología compartida y, por el otro, seres que encuentran su sentido en la búsqueda de una realidad metafísica, en la necesidad de trascender. Trascendencia que no debe interpretarse únicamente en términos religiosos, como pretenden hacerlo ver las religiones establecidas.
En mi próximo artículo desarrollaré el concepto de mundo de la vida y lo relacionaré con la filosofía del primer Wittgenstein.

*Profesor titular en el Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.

domingo, 25 de enero de 2009

Reivindicar la política

Los pueblos débiles y flojos, sin voluntad
y sin conciencia, son los que se complacen en ser mal gobernados.
Gracián

*Harold Soberanis

En los tiempos que corren, se hace perentorio reivindicar la política. No recuerdo con precisión, quien dijo que la política es algo tan serio que no era posible dejarla, únicamente, en manos de los políticos. El haber permitido que sean éstos solamente quienes se ocupen de la política, ha provocado su extendido desprestigio. Nunca antes, una profesión tan noble y necesaria ha sido condenada a existir en el fango de las perversiones humanas.

Y es que no podemos vivir sin ella o alejados de su esfera. Desde la Grecia antigua se reconoce que la política es una actividad propia del ser humano, pues es parte de su misma esencia. Es lo que afirma Aristóteles cuando define al hombre como un zoon politikón, esto es, un animal político. Su ejercicio es, junto al de otras actividades humanas como el arte, el lenguaje, la fe religiosa, etc; un saber que nos permite configurar un concepto de hombre con el cual podemos trascender los límites de nuestro ser biológico, el mismo que compartimos con los animales. Es desde esta revelación que alcanzamos a comprender la profundidad de la famosa definición hecha por el Estagirita.

En países como Guatemala, cuya historia es un ejemplo perfecto de infamia, la política ha sido prostituida por quienes, por definición, están llamados a dignificarla. Claro, no son ellos los únicos culpables, ni las razones son tan simples. Pero sí son ellos quienes más responsabilidad tienen es este asunto, pues dedicándose a ella y haciendo de ella su profesión deberían reivindicarla en cada acto. Aunque, viendo las cosas más de cerca uno comprende porque son ellos, precisamente, quienes más se empecinan a diario en desvirtuarla, ya que si hicieran lo contrario, muchos desearían dedicarse a ella, y entonces, la competencia sería atroz. Razones competitivas -de un libre mercado que todo lo vuelve mercancía y que no logra, de una vez por todas, derramar el vaso de la riqueza que, curiosamente, cada vez se hace más alto -o acaso motivos de celo profesional, quien sabe.

Lo cierto es que no podemos permitir que esta situación siga así. Es necesario que la sociedad se politice, es decir que, como seres cuya naturaleza tiende a lo social, comprendamos que sólo, en tanto actuemos en función de esa naturaleza, nos realizaremos plenamente como seres humanos integrales. Debemos renunciar a la apatía política, a la indiferencia forzada, al dejar que los demás decidan por nosotros. Tenemos que asumir nuestra responsabilidad histórica y arrebatar a los políticos (¿o politiqueros?) el derecho al ejercicio de una profesión fundamental para la existencia de la sociedad misma. Hay que hacerles entender que no son los propietarios absolutos de ella.

Después del reciente proceso electoral, con el que cada cuatro años nos autoengañamos, al creer que vivimos en democracia por el sólo hecho de emitir un voto, la política, ese ámbito esencial donde se desarrollan y articulan los procesos necesarios que permiten crear una sociedad mejor, ha quedado muy desacreditada. Por eso, ahora que, ya terminado el circo electoral, pasamos al análisis y la reflexión de todo lo que nos ha dejado dicho proceso, es necesario que incluyamos en ese análisis a la política, a fin de replantear su papel en nuestra sociedad, así como su futuro y el nuestro. Pues mientras no entendamos que como seres sociales nuestra participación en la toma de decisiones de las políticas públicas que afectan a todos es fundamental, no lograremos construir una sociedad justa e igualitaria, donde todos vivamos con dignidad y no haya ciudadanos de primera, segunda o tercera categoría. Mientras no entendamos todo eso, digo, estaremos condenados a que una clase política desprestigiada, en contubernio con los sectores poderosos pero no ilustrados de la sociedad, sigan definiendo nuestro destino, con la arrogancia y prepotencia que da el dinero, mas no la sabiduría.

De ahí mi insistencia en la urgencia de reivindicar la política, a fin de que el ciudadano medio ya no siga pensando que esta profesión es sucia y que se dedican a ella únicamente personas corruptas. Seguir pensando así favorece a nuestros politicastros, en la realización de sus perversos intereses. Si logramos rescatar a la política y la mostramos como una profesión noble a la que deben dedicarse los buenos hijos de esta tierra, tal vez consigamos vislumbrar un mejor futuro para todos.

Pero, ¿cómo hacer que todos entiendan que somos seres políticos? ¿Cómo convencer al ciudadano que su participación es esencial para la configuración de una sociedad más digna? ¿Cómo demostrarles que es necesario que se interesen en los asuntos del Estado, si la tarea más urgente es sobrevivir con un miserable sueldo que no permite dar a nuestra familia una vida decorosa? ¿Cómo persuadirlos de que se instruyan y preparen si nuestro nivel de analfabetismo sigue siendo un modelo perfecto de inequidad? La tarea no es fácil, y nadie ha dicho que lo sea. Pero aún con una realidad tan adversa, debemos procurar motivar a la gente para que renuncie a su tradicional apatía.

Creo que en esta empresa juega un papel importante la educación. Claro, una verdadera educación que forme seres pensantes y críticos que puedan aportar, desde su particular condición, a la solución de los problemas que agobian a la sociedad. La educación debe formar ejemplares ciudadanos. Ciudadanos en el sentido que pedían los filósofos griegos, para quienes la construcción y permanencia de la polis, como el espacio donde se realiza el hombre en cuanto tal, es la tarea más importante que debe asumir todo ser verdaderamente libre. Este es el sentido pleno de ciudadano: una persona libre que se involucra en los asuntos públicos, porque sabe que en el futuro de la sociedad se juega el suyo propio.

Como señalé arriba la tarea no es fácil. Pero mientras más tardemos en actuar más tendremos que arrepentirnos de no haber hecho de la política una de las practicas más dignas del ser humano.

Aquí también es necesario que la filosofía y los filósofos reclamen el espacio que les ha sido negado en sociedades subdesarrolladas como la nuestra. No ya como pretendía Platón (¿o acaso si?), cuando en su Estado ideal incorporaba la figura del rey-filósofo, esto es, el gobernante sabio que, precisamente porque era sabio, estaba mejor dotado para gobernar. Acaso dicho rey-filósofo no sea viable llevarlo a la realidad. Acaso nunca lo fue. Empero, aunque su inserción en la realidad actual sea imposible de tan perfecta, deberíamos actuar como si lo fuese. En todo caso la tarea del filósofo debería ser la de guiar a la sociedad por el sendero correcto a modo de que pueda ejercer una positiva acción política.

A todo esto se debería añadir un modelo de democracia real en la que el ciudadano tenga la posibilidad de elegir a sus autoridades pero también pueda quitarlos cuando no cumplen con el fin para el que fueron electos. Ahora bien, únicamente es posible construir una democracia real a través de la participación libre del ciudadano. Pero éste, a su vez, necesita del espacio social y de las instituciones que estimulen y garanticen su participación. Por lo tanto, ambas, democracia y participación ciudadana (o politización de la sociedad), son elementos que se articulan en un permanente movimiento dialéctico que posibilita construir una sociedad justa y digna para todos. Y esto debemos tenerlo muy claro.


*Profesor titular del Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.



sábado, 24 de enero de 2009

ETICA Y POLÍTICA (Una relación necesaria)

* Harold Soberanis

Desde la Grecia clásica, la relación entre ética y política ha sido uno de los temas que más ha preocupado a muchos filósofos, a lo largo de la historia del pensamiento humano.

Como sabemos, durante la antigüedad y el Medioevo se daba por sentado que la relación entre ética y política era una relación esencial, algo natural, es decir, era parte de la realidad misma de estas esferas de la acción humana. Entre ellas no había contradicción, ni separación posible. Ambas se articulaban en el desarrollo histórico de las sociedades. Dedicarse a una de ellas implicaba acercarse a la otra. De esa cuenta, los filósofos antiguos y medievales no podían concebir una separación entre ellas pues, ética y política, estaban unidas en una relación indisoluble.

Es hasta la Edad Moderna, con pensadores como Maquiavelo (injustamente juzgado por la historia), cuando comienza a cuestionarse si esta relación, ética-política, es esencial, necesaria, como afirmaban los antiguos, o por el contrario es contingente. Al hombre moderno ya no le parece que sea una relación tan natural. Y a Maquiavelo le tocará sembrar la duda sobre este vínculo. Para el pensador florentino, el fin del verdadero político, del gobernante eficaz, es el ejercicio del poder, no por el poder mismo sino en función del bienestar general o bien común. Es este bien común el criterio que ha de regular, en última instancia, la actuación del gobernante. Dicho principio regulador vendría a desvirtuar la imagen que, históricamente, nos hemos hecho de Maquiavelo: una persona sin escrúpulos, totalmente inmoral. Afirmar que este filósofo no reconoce ningún límite moral a la acción de los gobernantes, es no haber comprendido, ni el contexto, ni el pensamiento del político florentino.

Después de Maquiavelo muchos, la mayoría oportunistas, han interpretado su pensamiento según su conveniencia, haciendo del poder político un instrumento de corrupción por medio del cual se puede cometer cualquier clase de crímenes y abusos. Con ello, han desnaturalizando la verdadera función de la política y han puesto en entredicho la importancia del papel del político dentro de la sociedad. Esto ha desembocado en un rechazo total de la gente común hacia la actividad política por considerarla deshonesta.

Lo anterior nos revela que este tipo de reflexiones en torno a la relación ética-política, permanece vigente y que, a pesar del tiempo transcurrido, es uno de los temas más permanentes de la filosofía. En nuestro caso, me refiero a Guatemala, la discusión sobre la ética de la política o la política de la ética, debería ser uno de los temas más importantes que estuvieran dentro del debate actual, sobretodo tomando en cuenta que nos encontramos en un proceso eleccionario del que saldrán las autoridades que nos habrán de gobernar (¿?) los próximos cuatro años.
Dada nuestra historia reciente, sabemos que en los últimos 50 años se ha ido generado un proceso de descomposición social que, ha derivado en la precaria realidad que tenemos. Nos encontramos ante un Estado fracasado que ha sido incapaz de proporcionar las condiciones mínimas necesarias para una vida digna a los guatemaltecos. Esta descomposición social mucho tiene que ver, precisamente, con el grado de incapacidad política y naturaleza corrupta de quienes han detentado el poder. De esa cuenta, lo que tenemos es un Estado tomado por las mafias de toda índole y donde, la gran mayoría, vivimos en condiciones de pobreza.

Dentro de este contexto, se hace perentorio traer al plano de la cotidianidad, la discusión sobre la relación ética-política, pues las conclusiones que vayamos sacando nos permitirán establecer los principios o criterios que nos guíen en la elección de los futuros gobernantes. Debemos tener claro que el gobernante como tal, tiene una función específica y determinada. Platón afirmaba que, así como el buen capitán de un barco es aquel que sabe llevar a puerto seguro su nave, el mejor gobernante será quien dirija el Estado de tal forma que todos los miembros de la sociedad, y la sociedad en su conjunto, logren alcanzar el fin último de la vida en sociedad: el bienestar y la felicidad. El buen gobernante será, pues, quien consiga llevar a buen puerto la nave del Estado lo que, en términos platónicos, significa lograr que los miembros de la sociedad sean felices. Para ello se necesita que la acción del gobernante esté limitada por principios morales que le permitan, y en ningún caso le impidan, la consecución del fin último del poder político.

Resulta sintomático, pues, que en el actual proceso eleccionario, ningún candidato ni partido político haga referencia a la necesidad de establecer principios éticos que sirvan de fundamento a cualquier propuesta programática. Esto nos lleva a pensar que para estos politiqueros cualquier consideración ética sobra, pues ellos están más allá del bien y del mal y que el fin justifica los medios (frase que nunca pronunció Maquiavelo).

Mostrar la necesidad de consolidar la relación ética-política, resaltando la importancia que para el hombre de estado tiene contar con principios éticos que regulen su acción como única vía para lograr el bienestar de las sociedades en el mundo globalizado de hoy, es la tarea del filósofo. Empero, ya sabemos que, históricamente, el político pragmático siempre ha desconfiado del intelectual, marginándolo y con ello despreciando un conocimiento que es vital. Cuando esta situación cambie, cambiaran muchas cosas que hoy son parte de nuestra triste realidad social.

*Profesor Titular del Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.

jueves, 22 de enero de 2009

LA PARADOJA HUMANA

*Harold Soberanis

La condición humana es tan compleja que nunca terminamos por comprender como somos y cómo son los demás. Las motivaciones de los hombres son tan enigmáticas, que lo único que nos muestran es lo insondable de su naturaleza, si es que es posible hablar de ésta. Así, resulta que los seres humanos son un misterio para sí mismos.
El esfuerzo por conocer y comprender al hombre nos ha llevado a la creación de ciertos saberes por medio de los cuales pretendemos ahondar en ese misterio. Así, hemos creado la ciencia, la religión, el arte, la filosofía y todo aquello que denominamos cultura. La cultura es, pues, no sólo el resultado de la creatividad humana, sino el intento por comprender a este sujeto creador.
Hace más de dos mil años, Sócrates, en la antigua Grecia, afirmó que no hay misterio más grande para el hombre que el hombre mismo. De ahí, su insistencia en conocernos, que no es más que realizar una permanente introspección que nos conduzca al encuentro íntimo con nuestro ser. De nada serviría, dice este filósofo, conocer el mundo que nos rodea, dominar la naturaleza, si no somos capaces de conocernos a nosotros mismos. Esta es la razón de la exigencia de la ética socrática de alcanzar la episteme, el verdadero conocimiento, iniciando esa búsqueda de la verdad a partir de la percatación de lo que somos, pues esa verdad no está fuera de nuestro ser. La sabiduría, la verdadera, esa que únicamente es posible por medio de la filosofía (la cual podemos interpretar como búsqueda permanente de lo-que-es), es descubrimiento de la verdad. Para alcanzarla, Sócrates proponía el ejercicio de la Razón humana que, cual poderosa linterna, alumbra esa verdad que anida en el alma de los hombres. Nadie inventa la verdad, ni nos la enseña puesto que ella permanece cobijada en la interioridad de cada quien, a la espera de que cada uno haga el esfuerzo por descubrirla al penetrar en lo más íntimo de su ser. El sendero que nos lleva a ella, a esa verdad incuestionable, debe ser transitado por cada individuo, lo que hace de la filosofía una búsqueda en solitario. Esto no debe interpretarse como un aislamiento, como un encerrarse en sí mismo, sino como la evidencia de que, la aprehensión de la verdad, sólo es posible a partir del ensimismamiento el cual debe ser capaz de articularse, posteriormente, con la presencia de los otros.
El encuentro con el otro y la exigencia de ser honestos consigo mismos, a partir del ahondar en nuestra intimidad, hacen que esta búsqueda de la verdad sea un imperativo moral, pues sin ese referente tal búsqueda es, desde el inicio, una ficción y, por lo mismo, negación de posibilidad de la episteme.
Aunque desde que habló Sócrates, han pasado muchos años y han surgido grandes pensadores y sistemas filosóficos que han planteado, cada quien desde su particular punto de vista, lo que el hombre es, éste sigue siendo un misterio pues siempre se nos revela un aspecto que no conocíamos o una acción que no esperábamos de él.
Y creo que aquí es donde surge uno de los aspectos más paradójicos de la existencia humana pues, aunque el hombre ha inventado la ciencia y desarrollado una tecnología impresionante, aunque ha ido a la luna y ha dominado en buena parte a la naturaleza, a pesar que ha penetrado y desenmarañado algunos misterios del mundo, sigue siendo para sí mismo algo incomprensible, insondable. El hombre no ha logrado resolver el enigma que representa para sí. De ahí acaso, la separación, la incomunicación, la soledad que el hombre del siglo XXI experimenta.
Esto se nos muestra, por ejemplo, en el hecho de que a pesar del avance en la tecnología de las comunicaciones, con esto del internet, cada vez somos más incapaces de comunicarnos entre nosotros, seres de carne y hueso que sueñan y anhelan, que aman y sufren. Nos comunicamos a la perfección con la máquina, pero no con nuestros semejantes. El contacto con el otro se ha perdido enredado en los millones de alambres de la tecnología y de las máquinas. El médico ahora, ya no tiene ese contacto humano con sus pacientes, el maestro mantiene una actitud indiferente y distante con el alumno, el sacerdote o pastor ve en su feligresía la fuente de un ingreso monetario. Por eso, no resulta extraño que la mayoría de enfermedades de este tiempo, no tengan un origen propiamente físico, sino que su causa se encuentre en la fragmentación del ser del hombre. Piénsese en la anorexia, la esquizofrenia, la obesidad, etc.
Por eso es urgente el cultivo de la filosofía como forma de reflexionar sobre nuestra condición, sobre la realidad y sobre los otros. La filosofía como reflexión significa pensar, es decir, detenerse un momento en el ajetreo cotidiano y preguntarnos sobre el sentido de nuestra existencia. Significa también, dudar y más que encontrar respuestas absolutas, encontrar nuevas preguntas que nos interpelen y sacudan. Nada nos garantiza que con este ejercicio constante lleguemos a conocernos totalmente, pero al menos la búsqueda de lo que somos ya no será a ciegas y tendremos, al menos, la certeza y la satisfacción de realizarla con honestidad.
Aunque nunca alcancemos la comprensión total de lo que somos, debemos practicar esta búsqueda como el encuentro posible con nuestro ser. Al menos así, cuando la muerte nos encuentre, pensaremos que no hemos vivido en vano.


* Profesor titular del Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.

¿QUÉ ES LA ESTÉTICA? (2/2) (Un posible acercamiento a su sentido)

*Harold Soberanis

En la primera parte de este artículo, me referí a algunas características que pueden ayudarnos a comprender qué es la estética. Después de señalar, brevemente, el desarrollo histórico de esta disciplina y de mencionar algunos temas que aborda, finalizaba esa primera entrega haciéndome algunas preguntas acerca de lo qué es el arte y en qué radica el valor de la obra.
Como señalé anteriormente, la estética es la rama de la filosofía que reflexiona sobre el arte en general, y sobre la obra de arte, en particular, tratando de comprender en qué radica su estatuto de obra de arte. Respecto a esto último, una respuesta muy generalizada afirma que la obra de arte lo es en tanto encarna el ideal de belleza, en el sentido platónico de la participación de las cosas respecto a las Ideas. Sin embargo, esta respuesta, aunque puede decir mucho, no dice gran cosa, pues la belleza puede ser entendida de muchas maneras. Claro, Platón nunca admitiría que sobre la belleza se puedan tener diversas concepciones. Recordemos que una característica de la filosofía clásica griega será la de pretender ser un saber universal, es decir, un saber que es válido para todos los seres humanos sin importar la época y el lugar.
Este sentido de universalidad del conocimiento y sus contenidos se mantuvo invariable durante mucho tiempo dentro del pensamiento occidental. Fue hasta la llegada de la Edad Moderna cuando los filósofos de esta época comenzaron a poner en entredicho esa pretendida universalidad. La misma filosofía había entrado en crisis y como consecuencia de ella se verá desplazada por la ciencia quien, a partir de este momento, ocupará su lugar y le arrebatará el prestigio que hasta entonces poseía. Así, uno de los efectos que tendrá este movimiento, y que hasta el día de hoy se manifiesta, es el respeto y la buena reputación de la ciencia y sus resultados.
De esa cuenta, el mismo sentido de belleza que hasta entonces había sido aceptado como universal y cuya definición había sido dada por los filósofos griegos comienza a cuestionarse. En realidad, es la misma Razón, esencialmente holística, la que se cuestiona y con ella todos sus conceptos y categorías. Sin embargo, en este momento, a pesar de sospechar de la Razón, algunos de sus postulados teóricos se mantienen y surgen dentro de la misma tradición filosófica intentos por salvar el poder de la Razón, aún cuando se tenga que renunciar a algunas de sus verdades, verdades que se venían afirmando desde la antigüedad. Este es el caso de Kant quien, como sabemos, hará una crítica destructora de la capacidad de la Razón en cuanto a comprender el mundo, no para denigrarla y rechazarla como algo inferior sino para, a partir de reconocer sus límites, consolidarla como la facultad más generosa de la naturaleza humana. En este sentido, el mismo Kant reconoce la función de la Razón para penetrar en el insondable mundo del arte y sus productos.
Sin embargo, la duda sobre la belleza como elemento esencial al arte ya está dada y no habrá marcha atrás al respecto. Es más, en el trascurso de la historia se ahondará dicha duda. Las consecuencias de esta puesta en crisis de la Razón y sus postulados las veremos en el surgimiento, en el siglo XX, del denominado posmodernismo. Este nuevo movimiento intelectual será no solamente la cúspide del rechazo al modernismo y a todo lo que éste significaba sino, sobre todo, será el rechazo al poder de la Razón y con ello, la renuncia al proyecto filosófico de los griegos.
Para los posmodernistas el arte ya no será lo que era para los griegos; su valor ya no estará dado por la belleza que pueda contener; el mismo concepto de belleza perderá su claridad tornándose ambiguo; y lo bello podrá encontrarse en todas partes, incluso en la fealdad, por muy contradictoria que parezca esta afirmación.
Así, nos encontramos ante una concepción del arte, de la obra y del papel del artista no como algo universal, es decir, como algo válido y valioso para todos, sino más bien como un aspecto relativo a la cultura y al espectador de la obra. El arte habrá perdido su universalidad reduciendo su significado a la sociedad y la época en que se manifiesta, Interpretándose con las condiciones particulares de cada momento histórico.
Una consecuencia esperada de este relativismo posmodernista será la de reivindicar el valor de las culturas que hasta entonces habían estado marginadas de la modernidad. Al reivindicarlas se les dará un nuevo sentido y se buscará en sus manifestaciones más humanas, como el arte, novedosas expresiones y maneras de ver las cosas. Se plantean, entonces, formas distintas de valorar lo artístico en tanto que son expresiones de lo más íntimo del ser humano y, por lo mismo, más alejado del dominio de la esfera racional. Para ello se elaboran nuevas estéticas que logren capturar su esencia momentánea (por paradójico que suene) de la cual derivarán valores nunca antes concebidos.
Así, ya no importa lo que es bello, pues bello será lo que cada quien logre entender. Ya no se buscará un concepto universal de belleza. La obra de arte se habrá vuelto difusa y esa misma vaguedad le otorgará un sentido y valor renovados.
Derivado de lo anterior, encontramos una nueva estética con nuevas categorías y consideraciones. La misma función de la estética habrá cambiado y ya no se pretenderá que sea un saber totalizador. Nuevamente, la Razón ha perdido un campo de dominio y la filosofía ha visto reducida su capacidad de comprender el mundo. En este momento el arte es muchas cosas y por derivación también la estética.
Un ejemplo del sentido nuevo de este arte es que la obra pide del espectador una participación como posibilidad de encuentro y complementariedad de su sentido. El espectador ya no es el ente pasivo que, frente a la obra, mantiene una posición contemplativa. Ahora es más activo y en su actividad termina, por decirlo de una manera, de completar la obra.
Para los posmodernistas, la obra de arte puede estar y está en todas partes. Ya no se reduce a lo colocado en los museos o galerías. El artista es cualquiera que, en un momento dado, decida que el objeto que tiene en la mano sea obra de arte.
Esta nueva actitud, consecuencia inevitable del relativismo de la posmodernidad, ha hecho del arte en particular y de la realidad en general, algo más complicado de entender y asimilar de manera efectiva. La realidad se nos escapa. El arte mismo es incomprensible. Ya no hay puntos de referencia que nos permitan aprehender un sentido totalizador de la realidad. Lo universal se ha diluido en la relatividad de las cosas. Ahora sí, Dios ha muerto y todo es válido.
Se ha abierto, pues, una época de escepticismo y hasta nihilismo. Una época en que se han perdido las certezas y la desconfianza nos ha asaltado. En este panorama intelectual, la estética ha trastocado su sentido y no se tiene muy claro cuál es su discurso. Sin embargo, la obra de arte sigue existiendo, el papel del artista sigue siendo valioso y la reflexión sobre todas estas realidades sigue siendo necesaria, pues es parte de la naturaleza humana el querer comprender el mundo que le rodea. Y mientras esto continúe seguirá reflexionándose sobre el arte, es decir, seguirá existiendo la estética, aun cuando se haya modificado su sentido.


*Profesor titular de Filosofía, Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.

¿QUÉ ES LA ESTÉTICA? (1/2) (Un posible acercamiento a su sentido)

*Harold Soberanis

Es bien sabido que una característica esencial de la filosofía, y por supuesto de los filósofos, es la búsqueda o elaboración de definiciones, como un intento por aprehender, comprender y dominar algo de la realidad que se nos escapa y que, por lo mismo, nos provoca. Cuando logramos delimitar (ya que definir no es más que esto) aquello que nos interpelaba, nos sentimos dominadores de ese hecho o fenómeno que se nos iba como agua entre los dedos. Y aunque nuestros intentos por lograr definiciones, la más de las veces fracasan, pues nunca alcanzamos a aprehender la esencia de las cosas (aun cuando para la fenomenología esto sí sea posible) volvemos, una y otra vez, a intentarlo como en un acto de infinita absurdidez, similar al realizado por Sísifo. Esto es así y seguirá siéndolo, al menos, en la tradición de la filosofía occidental.
Y como no podemos renunciar a esta búsqueda pues, como señalé arriba, es parte de la naturaleza misma de esta profesión, que es la filosofía, intentaré ahora, a través de estas especulaciones, configurar una definición de estética a sabiendas de que, dicha empresa acaso no produzca el más mínimo resultado esperado. Debo advertir que realizo este ensayo desde mi particular punto de vista, utilizando las herramientas conceptuales que mi acercamiento a la filosofía me ha proporcionado, articulando dicho saber con mi propia experiencia personal, experiencia que se reduce al gozo que me proporcionan las manifestaciones artísticas de mi predilección: la música y la literatura. No es que no valore o disfrute otras formas de arte, como la pintura o la escultura o la arquitectura. También en estas se esconde el secreto del gozo estético. Lo que sucede es que dicho placer se me da más fácil o de manera más inmediata con esas dos formas de arte.
Así también creo que antes de intentar elaborar una definición de estética, es necesario distinguir entre los elementos que entran en juego a la hora de valorar la creación artística. Esos elementos son, a mi juicio: la obra de arte propiamente dicha, el artista que la elabora, el crítico de arte que la juzga según sus particulares criterios y el filósofo de la estética que trata de encontrar, de manera holística, las razones últimas que nos explique el sentido de una obra particular o del arte en general. En mi caso, me sitúo, aunque sin considerarme filósofo de la estética, en el último elemento que menciono arriba.
¿Qué es la estética? Es una pregunta que se hacen los filósofos que se ocupan de ese otro espacio que no es la moral, ni la política, ni la historia, ni la sociedad, pero que está presente en todos ellos y éstos en aquél. Porque toda obra de arte es, a la vez, un producto político, histórico, social, moral. Es el resultado de todos aquellos factores que se interrelacionan en el mundo del hombre. La obra de arte no está aislada de todos estos elementos que configuran un contexto definido. Ningún artista crea su obra de la nada. Así como tampoco la obra es neutra pues, siendo el resultado de esos factores que se articulan en un contexto histórico concreto repercute, de una u otra manera, en ese contexto del que surge.
Por supuesto que todo esto que digo está sujeto a discusión. De hecho, muchos artistas o críticos de arte, no estarán de acuerdo conmigo, pero esa misma divergencia de opiniones puede ser fructífera y arrojar alguna luz sobre el tema que nos ocupa.
Históricamente sabemos que la estética no surgió como un saber definido y autónomo de la filosofía (como sí lo hizo por ejemplo, la ética), o no abordaba los temas que actualmente analiza, o lo hacía a través de otro método distinto al que hoy día usamos. Lo que quiero decir es que, en sus orígenes, la estética no es lo que es en el presente, a saber: el espacio autónomo de reflexión filosófica que trata sobre la obra de arte, sobre el arte, sobre lo que debería ser, o es, el arte y sobre los valores que encarna como producción humana, sobre el papel del artista, de su compromiso social o total neutralidad.
Durante muchos años la reflexión sobre lo bello o la obra de arte estuvo subordinada a otras reflexiones superiores como la moral o la política, por ejemplo. Aunque se seguían produciendo obras de arte y surgían importantes artistas, el arte como tal (y la reflexión sobre éste) no lograba construir su propia esfera, y no lo consiguió sino hasta el siglo XVIII cuando surge como un saber autónomo, con su propio estatuto epistemológico dentro del panorama general de la filosofía.
Al igual como sucede con las otras áreas de la filosofía, no existe un sentido único de estética. El significado que se le atribuya dependerá de cada autor, corriente filosófica, época o momento histórico y base ideológica.
A mi juicio, creo que la estética es el ámbito de reflexión exclusivo sobre el arte en el que la filosofía medita a fin de encontrar las razones que hacen de la producción artística un elemento significativo dentro de la sociedad. Y no sólo pensar sobre la obra, sino también sobre el papel del artista como un miembro de la sociedad. Además, la estética nos da las claves para comprender la obra de arte, en su singularidad y concreción
Durante mucho tiempo la estética se dedicó a descubrir qué era lo bello, qué hacía que una obra de arte fuera eso, obra de arte. Se pensó que lo que distinguía a ésta de aquello que no lo era, radicaba precisamente en que contenía algún elemento de belleza o compartía, a su manera, el modelo de lo bello, para usar una expresión de corte platónico.
Sin embargo, en la actualidad ya no importa tanto la cantidad de belleza que pueda contener una obra de arte (¿acaso nunca importó?) porque eso, en última instancia, es muy subjetivo. Lo que para mí puede ser bello para otro no lo es, y viceversa. Por lo tanto, no podemos centrar nuestra reflexión sobre aspectos de la subjetividad humana ya que, precisamente por serlo, no podemos encontrar un criterio válido (para todos) que nos explique la obra.
¿En qué radica el valor de una obra de arte? ¿Acaso en la técnica empleada? ¿O en los colores, o las formas o las palabras que se articulan? ¿O talvez en el nombre del artista que la produjo? Pueden acaso ser todos estos elementos, pero yo agregaría también la función que cumple en la sociedad, el valor político que pueda encarnar o el significado que encierre en tanto contribuya al desarrollo social del hombre.

*Profesor titular de Filosofía, Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.