martes, 26 de febrero de 2013

Política y ciudadanía




Harold Soberanis[1]

                En el mundo actual, posmoderno, caótico y relativo, muchas cosas y saberes han caído en descrédito, muchas profesiones se han devaluado y muchas buenas costumbres han desaparecido. En sociedades atrasadas, como la nuestra,  esto es más que evidente.
Una de esas profesiones que históricamente han sido importantes para el desarrollo y sobrevivencia de las sociedades, desde hace mucho tiempo ha venido sufriendo un desgaste y desprestigio injustos. Lo paradójico, o talvez o tanto, de esta situación es que los mismos quienes se dedican a ella han sido precisamente los que más la han desvirtuado.   En efecto, me estoy refiriendo a la política y a quienes han hecho de ella su profesión, aunque la han pervertido.  Obviamente, esto no es privativo de la política. Los ejemplos abundan de profesionales de distintas disciplinas (por ejemplo, el derecho) que han desnaturalizado su profesión, lo que ha contribuido a que las demás personas las rechacen o tengan una opinión muy pobre de ellas.
Aunque, como dije arriba, ésta no es una característica específica de la política, quizá sea esta disciplina donde más se visualiza dicho desprestigio.  Este desprestigio se revela en la poca valoración que las personas le dan y en frases tales como “la política es para ladrones”, “prefiero ser pobre pero honrado”, y otras parecidas.   Dicha situación es  consecuencia de que quienes se dedican a ella la han prostituido de manera sistemática. Y si observamos este fenómeno en nuestros países tercermundistas, creo que la percepción negativa de la política es aún mayor. De esa cuenta, en Guatemala, como en otros países, la política es sinónimo de corrupción. De ahí que muchas personas se nieguen a participar en ella, pues temen ser tildados de corruptos, ladrones e inmorales. 
Tal percepción negativa de esta noble profesión ha derivado en apatía e indiferencia en el ciudadano, que prefiere dejar los asuntos públicos en manos de esos que se autodenominan políticos, antes que hundirse en el lodo y la podredumbre que, según ellos, significa ser político.  Y he aquí el grave error en el que han caído nuestras sociedades, pues esa indiferencia lo único que ha logrado es hacerle el juego a esos mercaderes de la verdad que, como en el caso de Guatemala, han configurado un país injusto y desigual.  Esto es hacerles el juego, puesto que eso es precisamente lo que quieren estos politiqueros venidos en mala hora. De esa manera, queda allanado el camino para que ellos sigan haciendo de la política el ámbito donde se compran y venden conciencias.
El descrédito de la política, sin embargo, no ha sido una constante histórica.  En épocas lejanas y en otros contextos, el ejercicio político ha sido algo digno. Su práctica ha sido reconocida y altamente valorada por los ciudadanos, quienes ven en ella el espacio perfecto donde resolver sus conflictos. Los políticos han sido personas honorables y confiables, dignos representantes de los intereses públicos.
Empero, la consecuencia más grave de toda esta descomposición no ha sido la percepción desfavorable que se tenga de la política, sino la apatía ciudadana, la poca conciencia política de las personas, la nula identidad con el país, la pobre participación en la cosa pública, lo que ha derivado en que un grupo minoritario sea quien decida los destinos de la patria.  Dicho grupito dirige esta nación, llamada Guatemala,  como una finca de su propiedad, a ciencia y paciencia de quienes nos decimos ciudadanos.
Nuestra pobre ciudadanía se reduce a cumplir la mayoría de edad para que nos otorguen un documento que nos acredita como tales; a gritar en el estadio que somos “orgullosamente guatemaltecos”, cuando la selección de futbol fracasa una vez más;  a enorgullecernos de un pasado indígena que heredó una gran cultura, aunque despreciamos al indígena de carne y hueso que está frente a nosotros; a sentir una gran emoción que nos embarga cuando nuestra “digna” representante participa en un concurso internacional de belleza.  Es decir, nuestra identidad es como un palacio de cartón: es frágil, falsa, contradictoria, superficial. Hemos confundido el patriotismo con la patriotería.
De ahí que, como he insistido en otras ocasiones, se hace urgente fomentar y multiplicar la participación política de todos, para ir formando esa ciudadanía que nos hace falta. Al sentirnos ciudadanos, en el sentido exacto del término, también habremos de participar más en el quehacer político. Es decir que, ciudadanía-política, es un camino de doble vía. En tanto más nos politicemos, esto es, más seamos ciudadanos, iremos rescatando esta noble disciplina y echaremos al basurero de la historia a todos esos mercachifles que la han corrompido. Al ser más políticos, seremos mejores ciudadanos, talvez acercándonos al sentido que los antiguos griegos daban al término.
Efectivamente, en la Grecia Antigua, ser ciudadano no significaba solamente llegar a la mayoría de edad, sino sentirse uno con la polis, es decir, con su ciudad.  Ser ciudadano griego significaba participar activamente en la vida política de su estado, incidir en las decisiones de los gobernantes, opinar sobre las leyes. Para estos ciudadanos, la polis no le era ajena, sino todo lo contrario, ya que la ciudad era parte de su ser. Había una plena y consciente identificación con ella, y no esa ficticia relación que en nuestro contexto, por ejemplo,  se reduce a anuncios llenos de frases motivacionales y vacías como los que divulga nuestro flamante alcalde, siempre al borde de las lágrimas .  En la propaganda de la alcaldía actual, lo único que se evidencia es la pobre idea que se tiene del ser ciudadano: por un lado apela a que nos sintamos orgullosos de vivir en esta ciudad, y por el otro se fomenta el modelo de una ciudad precaria, caótica e invivible.
De ahí pues, lo perentorio de recuperar el sentido original de ser ciudadano por medio del rescate de la política como una profesión digna. Esto, en buena medida puede lograrse por medio de la educación.  Obviamente, esto implica transformar el actual modelo alienante de educación, pues solo una educación liberadora y crítica puede contribuir eficazmente a esta empresa.



[1] Profesor titular de Filosofía, Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.

lunes, 18 de febrero de 2013

No es cuestión de valores


Harold Soberanis[1]

Ni de optimismo. Ni de rezar todos los días. Si la solución fuera tan simple, ya habríamos cambiado nuestra realidad. Guatemala no sería el país injusto y desigual que es. No sería el país violento que tenemos, donde se mata a diario a hombres y mujeres honestos. No sería el país donde los niños y los viejos tienen que trabajar para sobrevivir.

Menciono esto, pensando en la reciente visita a Guatemala de uno de esos famosos “gurús” sabelotodo  que poseen la fórmula mágica para que todos vivamos felices y seamos triunfadores. Según entiendo,  este iluminado “sabio” (¿o sería mejor llamarlo sofista?), fue traído por un grupo de empresarios y comerciantes, los mismos que deciden lo que debemos hacer, pensar y decir. Y lo trajeron para que por medio de su exaltada y teatral forma de hablar nos indicara lo que, según ellos, contratistas y contratado, debemos hacer para ser felices, para producir más, para no ser fracasados, para repetirnos por enésima vez que si somos pobres es porque queremos, ya que las oportunidades de ser exitosos y millonarios las tenemos frente a nuestras narices. En una palabra: lo trajeron para que nos dijera que podemos ser un país del primer mundo, pues todo está en nuestra voluntad de querer serlo.

De acuerdo con lo publicado en algunos medios de comunicación, este moderno sofista asegura que todo es cuestión de valores. De ahí que su objetivo primordial al visitar empresas, instituciones gubernamentales, consorcios y hasta universidades, fue el de hacernos ver que si queremos un país mejor, una sociedad mejor, un nivel económico mejor y de paso ser hombres y mujeres de éxito, todo lo que tenemos que hacer es transformar nuestros valores.  O, como le llaman hoy en día los adoradores del neoliberalismo y el mercado, provocar dentro de nosotros una reingeniería moral.

Según este tipo de seudodiscurso, todo es cuestión de cambiar valores, de retomar aquellos que hemos ido perdiendo o de adaptar los que tenemos a los nuevos tiempos que corren.  Así de simple y fácil.  Es decir que, este “famoso” sofista no vino a decir nada nuevo de lo que otros grandes “genios” motivadores han dicho ya. Por eso el título de este escrito, pues si fuera tan fácil la solución a nuestros grandes, históricos y complejos problemas estructurales, todos nos pondríamos a rezar, seríamos optimistas, transformaríamos nuestros valores y listo: de la noche a la mañana viviríamos en un país maravilloso, para admiración y envidia de los demás.

Pero sucede que la cuestión no es tan fácil como nos hacen creer estos charlatanes a sueldo. Para empezar, los valores de una sociedad son aquellos que las clases dominantes han impuesto para preservar y mantener el estado de las cosas.  Son, como lo demostró Marx, la expresión del poder de esas clases económicas que lo que buscan es proteger sus intereses de clase. De ahí que, cuando dichas clases, por medio de sus seudointelectuales, hablan de un cambio de valores morales, lo que en el fondo están buscando es que las clases dominadas sigamos  obedeciendo sumisamente, no pensemos críticamente y solo nos dediquemos a producir más para que sus cuentas sigan engordando.

Los problemas que ahogan a Guatemala son estructurales, sus causas son históricas y comienzan desde la venida de los españoles quienes imponen un modelo económico basado en la explotación, el abuso y la exclusión.  Con el paso de los años, dicho modelo fue tomando formas más sofisticadas de expresión, pero en el fondo siguió siendo lo mismo. Cambió de actores y el escenario se modificó, adaptándose a los tiempos, pero los resultados fueron los de siempre: una minoría que cada vez era más rica y la mayoría pobre, hundiéndose en la miseria.

Todo esto ha producido una sociedad injusta y desigual. Los problemas que vivimos hoy día como la violencia, el narcotráfico, la corrupción, el analfabetismo, etc; no se solucionan con un simple cambio de valores y actitudes.  No basta con ser optimistas para que todo por arte de magia cambie.  La causa de nuestros males es económica, por lo que deberíamos transformar la infraestructura, es decir, el modelo mercantilista de explotación que tenemos para provocar una transformación en la superestructura social.

Si la riqueza se distribuyera de forma equitativa tendríamos una sociedad más igualitaria y cada uno de los hombres y mujeres que la integran, aspirarían a una vida guiada por valores morales superiores. Entonces sí, tendría sentido hablar de un cambio de valores y de una actitud optimista ante la vida. Pero en las circunstancias en las que nos encontramos, venir a desarrollar discursos motivacionales, lo único que logra es hacerle el juego a los sectores oligarcas. Es insistir en que todo debe cambiar para que nada cambie.

Dado que la transformación de esta sociedad no vendrá de los sectores que detentan el poder, sino de la sociedad misma por medio de todas sus instancias e instituciones, es necesario que nos eduquemos y fomentemos un pensamiento crítico. Esto implica, como ya lo he dicho en otros artículos, que analicemos la realidad, nos informemos, pensemos por nosotros mismos y saquemos conclusiones. Deberíamos empezar, como lo hizo Descartes, por dudar de todo lo aprendido y de lo que vemos. A partir de ahí podríamos esperar que las nuevas generaciones asuman una actitud más cuestionadora y transformadora. Y entonces sí, cambiaríamos este país para hacer de él un lugar digno para vivir.






[1] Profesor titular, Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.