lunes, 29 de noviembre de 2010

Análisis ético-fenomenológico de los Derechos Humanos

*Harold Soberanis

Pocas veces, en nuestro medio, se tiene la oportunidad de leer un buen libro cuya lectura, además de estimularnos a la reflexión, nos proporcione un placer indescriptible. Y no es que se carezca de talento intelectual, pues hay muchos profesionales capaces, con ideas frescas y renovadas que, con sus escritos, hacen un importante aporte al pensamiento local, contribuyendo al debate y enriqueciendo el discurso académico. Más bien lo que sucede es que hay poca disposición en publicar libros serios, que exijan del lector no sólo una formación previa, sino un buen grado de análisis y reflexión. Y claro, libros de este tipo no son comerciales y las editoriales, cuyos propietarios poseen una mente mercantilista, no muestran interés por ellos pues no son consumidos por la mayoría.

Viene todo esto a cuento a partir de haber leído en estos últimos días, el libro titulado Derechos Humanos: una aproximación ética, cuyo autor, Jorge Mario Rodríguez, es un intelectual joven y brillante que, lamentablemente como sucede con personas como él, tuvo que emigrar a otros lares pues aquí nadie aprecia su talento. Triste nuestra realidad, pero la verdad es que en Guatemala únicamente encuentra espacio la mediocridad en todos los ámbitos. Por eso, la gente inteligente se tiene que ir a donde valoren su capacidad intelectual.

La obra en cuestión, aborda un tema de suyo muy actual que, gracias a la politización (peyorativamente hablando) que se hace de él y del activismo que lo ha convertido en su modus vivendi, se ha tergiversado notoriamente, desvirtuando su sentido original. De esa cuenta, muchas personas rechazan los derechos humanos, pues los consideran una especie de escudo que protegen solamente al delincuente y criminal. Esto, obviamente, es lo más alejado de la realidad. De ahí el gran mérito de este libro, pues con un lenguaje sencillo y ameno, aunque sin perder rigurosidad y profundidad, recupera el significado primitivo de los derechos humanos, insertándolos en la esfera de la ética y explicitando el aporte que nuestra cultura americana ha hecho al respecto. De esta forma, Rodríguez nos demuestra que los derechos humanos son principios morales válidos para todos los seres humanos, no sólo para los criminales.

Jorge Mario, desarrolla una fuerte crítica a la concepción liberal de los derechos humanos, concepción que enfatiza su supuesto carácter individualista. Sobre todo, pone en duda el tan cacareado "derecho a la propiedad", pilar fundamental de los neoliberales. Éste no puede ser un derecho humano original, ni inferido de la naturaleza del hombre. Es más bien un invento que el neoliberalismo esgrime, para defender los intereses particulares de la clase dominante.

Asimismo, y este es otro gran mérito de la obra, su autor enfatiza y explica claramente el legado que nuestros pueblos americanos, en especial a partir de la conquista y colonización por parte de España, ha heredado a la tradición de los derechos humanos, enriqueciendo su visión y añadiendo elementos valiosísimos como la revelación del "otro" y su constitución de ser humano. El hecho de que el "otro" se me revele como un ser humano, con toda su dignidad y derechos, sólo es posible al percatarnos de su mirada, la cual coincide con la nuestra, se entrelaza con ella y asume una dimensión que me es familiar: ese "otro" es un ser igual a mí.

En este sentido, siguiendo la idea arriba señalada, es importante recordar la obra de pensadores como Francisco de Vitoria y Fray Bartolomé de las Casas quienes, dentro de la mejor tradición humanista, desarrollan una serie de argumentos con la que demuestran que el indígena es un ser humano como todos, por lo que goza de derechos inalienables.

Algo que llama poderosamente la atención de esta obra que comento, es que su autor no olvida, y así nos lo hace ver, que cada derecho implica a su vez un deber. Esto es importante tenerlo en cuenta pues sucede que en algunos países como el nuestro, se enfatiza demasiado que tenemos derechos, pero se olvida frecuentemente que también tenemos deberes que implican obligaciones para con los demás. Este olvido ha llevado a una visión desnaturalizada de los derechos humanos, que ha sido aprovechada oportunamente por diversas entidades que han encontrado en la defensa de los derechos humanos, su modus vivendi.

Algo significativo de este libro, y que su autor resalta a lo largo de su desarrollo, es el carácter ético de los derechos humanos. Al hacerlo les proporciona un andamiaje teórico fundamental, que permite contemplarlos desde otra perspectiva. Ya no se trata de simples argumentos enarbolados por un activismo que se alimenta de la cooperación internacional, sino de principios constitutivos que apuntalan y orientan la dimensión humana del hombre. Cuando los derechos humanos dejan de ser banderas, que alzan distintos segmentos sesgadamente politizados de la sociedad, éstos se convierten en normas de conducta que dirigen la acción humana, haciendo de la convivencia social algo digno y deseable. De esa manera, Jorge Mario nos posibilita un acercamiento fenomenológico de los derechos humanos, a partir de la revelación de la esfera ética en la que se insertan.

Sin duda alguna, la lectura de esta obra habrá de dejarnos importantes ideas que será necesario reflexionar y discutir. Nos proporcionará otra manera, nueva y renovada, de ver los derechos humanos. Quizá después de leer este libro, su percepción de los derechos humanos, amigo lector, habrá de cambiar y se dará cuenta de cuán importantes son en nuestra vida. Por eso le recomiendo leerlo, no se arrepentirá.


*Profesor titular de Filosofía, Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, Universidad de San Carlos de Guatemala.

jueves, 11 de noviembre de 2010

La antropología filosófica como presupuesto básico de toda teoría ética

Harold Soberanis

Una de las tareas fundamentales de la Filosofía y, por ende, de los profesionales de esta disciplina, es la reflexión sobre los fines que mueven o impulsan las acciones de los seres humanos. ¿Qué es lo que hace que los hombres actúen de determinada manera? ¿Cuáles son los motivos de su acción? ¿Persiguen adecuarse a la Ley Moral o sólo siguen sus impulsos y deseos? ¿Qué es lo que da validez y legitimidad a los diversos códigos morales que conocemos?

Estas y otras muchas preguntas más son las que los filósofos, desde la antigüedad, han tratado de responder. El cúmulo de sus reflexiones constituye un saber que hoy conocemos como Ética o, en otros ámbitos, Filosofía Moral. La Ética, pues, es esa parte de la Filosofía que se refiere a la búsqueda de los principios o fundamentos que expliquen tanto la conducta de los seres humanos, como las normas o reglas morales que hemos inventado para orientar positivamente nuestras acciones. De lo anterior es fácil inferir, entonces, que la Ética es un saber teórico cuyo objeto de estudio es algo práctico: la acción humana, y que surge posteriormente a la moral que, a su vez, brota de la necesidad de normar las acciones que los seres humanos establecen entre sí en sociedad.

Ahora bien, toda teoría ética presupone, aunque no sea de forma explícita, una antropología. Es decir, una concepción filosófica de lo que es, o debería ser, el hombre. Pero no sólo se presume una antropología, puesto que para que una propuesta ética sea completa, debe incluir también una consideración sobre la sociedad y la cultura en general, tanto como una concepción del mundo.

En este artículo, sin embargo, no pretendemos referirnos a la relación entre la ética y los demás saberes humanos, sino únicamente a la exigencia de que toda teoría ética debe descansar en un concepto de hombre. Este requisito es primordial tenerlo en cuenta pues, dependiendo de la concepción de ser humano que se formule, así será la teoría ética que se plantee. De ahí la importancia de construir una idea de hombre más plausible y sólida, tomando en consideración no sólo el legado filosófico que nos han heredado los pensadores de otras épocas, sino lo que nuestro sentido común nos dicta.

Ejemplos de que toda teoría ética presupone una concepción filosófica del hombre, encontramos a lo largo de la historia de la Filosofía occidental y de otras culturas, por supuesto. En la época antigua, los filósofos clásicos afirmaban, en general, que los hombres actuábamos en función de alcanzar un fin. Éste podía ser el placer o la felicidad. Para Aristóteles, era la felicidad la que nos impulsaba, aunque ésta, según el Estagirita, tenía más bien que ver con el ejercicio de la actividad intelectual que con lo corpóreo. Esta afirmación no debería sorprendernos pues él era, a fin de cuentas, un filósofo y por lo mismo, tenía en alta estima lo intelectual. Epicuro, por su parte, afirmaba que el fin de la acción humana era el placer, aunque no cualquier placer. Se ha tendido a pensar que lo que Epicuro propone no es más que el placer vulgar, que tiene su origen en las más bajas pasiones humanas. Esto es erróneo pues, si leemos con atención lo que este filósofo nos dice, nos daremos cuenta que él está hablando de un placer refinado, propio de los seres cultos y virtuosos. En todo caso, lo importante acá es notar que en la base de estas consideraciones éticas subyace una noción de hombre, que se podría resumir en la idea de que, para los griegos, el hombre es un ser racional cuya estructura está diseñada para ser feliz. La búsqueda de la felicidad, pues, se convierte en un imperativo moral que se articula con la propia naturaleza humana.

Durante la Edad Media, con el aparecimiento del Cristianismo y su posterior expansión y dominación en el mundo occidental, la idea de hombre se va transformando. Ahora ya no se trata del ser humano autónomo, racional y libre de actuar según su propia naturaleza pensante. En este momento, se reconoce un ser superior que, otorgándole una limitada libertad, ejerce sobre él su poder, le domina y le señala lo que debe hacer y lo que tiene prohibido. De esta idea antropológica en la que el hombre es la máxima expresión de la creación divina, aunque sujeto y subordinado a su creador, derivará una concepción ética en la que la moralidad de los actos humanos, dependerá de qué tanto se aproximen éstos a la ley de Dios, ley que está plasmada en los diez mandamientos. Mientras más nos guiemos por este decálogo, más moralmente buenos seremos cumpliendo así con el mandato divino.

Con el surgimiento del Renacimiento y la Edad Moderna, el ser humano retoma su autonomía, la misma que había perdido en el medievo. Al recuperarla, vuelve a darse cuenta del poder que posee. Aunque ya no será el mismo sentido de poder que poseía el hombre de la antigüedad, pues ahora cuenta con un nuevo saber que le otorga una mayor capacidad de dominación sobre el mundo. Este nuevo saber es la ciencia. La ciencia moderna les dará pues, a los hombres de esta época, nuevas herramientas de poder. Ahora, los seres humanos no poseen más límites que los que su propia imaginación les impone. Nuevamente la idea de hombre ha cambiado y con ella todo lo que él hace, incluyendo su noción de moral. Descartes propondrá una moral provisional, mientras se encuentre un punto sólido en donde construirla; Hume y los empiristas reducirán la moral a convencionalismos, producto de la experiencia particular; Kant confiará en la Ley Moral que todos reconocemos racionalmente porque está inscrita en nosotros, y pretenderá establecer una norma general de conducta aplicable a todos los hombres en cualquier tiempo: el imperativo categórico. Después de Kant, los idealistas llevarán a sus extremos las tesis kantianas.

Ya en la época contemporánea la idea de hombre va tomando diversos rumbos, adquiriendo infinidad de matices lo cual incidirá, como hemos venido insistiendo, en una nueva teoría ética. Entre los muchos pensadores de este momento, uno que nos parece fundamental es Marx. Como sabemos, para dicho filósofo la realidad es material. Los hombres nos vemos configurados por las condiciones materiales de la vida social. Todo lo que hacemos en sociedad, eso que llamamos cultura, será determinada por las relaciones que vamos estableciendo, en el proceso de producción de bienes necesarios para la vida. Por eso, para Marx, los hombres somos seres económicos, en el sentido de que lo fundamental, lo que puede definirnos, es el sistema económico que impera en una época específica de la Historia. Si lo que importa es el modo de producción, el modelo económico prevaleciente en la sociedad en un momento dado, porque de él depende lo que será la cultura, es fácil deducir que la moral se verá determinada por dicho modelo. Esto tiene implicaciones importantes porque para Marx no hay una moral absoluta o universal, sino que ésta será histórica y responderá, al igual que el derecho, la ciencia o la misma filosofía, a los intereses de la clase dominante. Así, por ejemplo, en un sistema económico capitalista, los valores y códigos morales que prevalecen, responderán a los intereses de la burguesía, que es la clase dominante.

Más recientemente, en el siglo XX surgirá una serie de propuestas éticas cuya base será una diversidad de concepciones antropológicas. Quizá una de las más importantes e influyentes en la primera mitad de dicho siglo, sea el Existencialismo. Para los filósofos de esta escuela, especialmente Sartre, no se puede hablar de una naturaleza humana, pues el hombre no es un objeto y, por lo tanto, no es un ser acabado, encerrado en sí mismo y sin posibilidades de autotransformación. El ser humano es un ser abierto a una serie infinita de posibilidades, que se irán realizando según las condiciones de cada quien. El hombre es posibilidad dada su libertad. En el ejercicio de ésta se irá construyendo a sí mismo, proceso que finalmente concluirá con la muerte. Tampoco Sartre reconoce valores universales, por lo que niega que haya una moral válida para todos. De hecho, lo que afirma es que cada quien debe inventar su propia moral. Esto nos llevaría a pensar que lo que este pensador propone es un relativismo. Pero dicho peligro queda conjurado, cuando introduce la idea que, al escoger determinados valores o principios de acción, estoy comprometiéndome con los demás, me estoy responsabilizando ante ellos, por lo que surge la solidaridad como un valor fundamental, que disipa toda posibilidad de relativismo.

Bien, en este vistazo por la historia de la Filosofía, rápido y brevísimo dada la naturaleza de este escrito, hemos podido darnos cuenta de cómo las diversas teorías éticas que han surgido a lo largo de ella, llevan implícita, de forma clara o no, una concepción antropológica. Esto es ineludible pues, como señalamos al principio, no puede formularse una ética sin presuponer una concepción de hombre ya que, en este caso, dicha ética estaría como en el aire, sin las bases sólidas necesarias que la fundamenten. Con esto queda mostrado, aún faltando la demostración, de cómo la Ética y la Antropología Filosófica se articulan en la reflexión y búsqueda por encontrar aquel principio, que revista de moralidad la acción humana.

viernes, 5 de noviembre de 2010

¿QUÉ ES EL HOMBRE?

Harold Soberanis¿

Una de las grandes aportaciones de la filosofía occidental a la cultura de la humanidad es, a mi juicio, la reflexión sobre el ser humano. La preocupación por comprender la naturaleza humana siempre ha estado presente en la filosofía, desde los primeros pensadores de la Grecia clásica hasta nuestros días. De esa cuenta, muchas y variadas han sido las propuestas que sobre lo que el hombre es, se han hecho en diferentes épocas y desde distintas perspectivas.
De entre las múltiples concepciones que han surgido, en estos más de dos mil años de pensamiento filosófico occidental, hay una que, desde mi particular punto de vista, es de las más enriquecedoras, pues aporta ideas y temas valiosos que contribuyen al análisis y discusión sobre la esencia humana, generando un discurso siempre vigente. Me refiero a la concepción antropológica que plantea la escuela existencialista.
Como es sabido, este movimiento filosófico tiene sus antecedentes en la obra del filósofo Sören Kierkegaard, pensador danés del siglo XIX. Este autor desarrolló su filosofía en clara oposición al idealismo hegeliano, tan en boga en su época. Sin embargo, su obra no fue valorada en su justa dimensión y durante mucho tiempo estuvo olvidada, siendo hasta la primera mitad del siglo XX cuando se redescubre y reconoce su importancia. Tal es el impacto que provoca en los filósofos de esta época, pues en este período es cuando el existencialismo cobra mayor auge, llegando su influencia hasta pensadores, escritores y artistas de diferentes partes del mundo.
La filosofía de Kierkegaard enfatiza el sentido de posibilidad de la existencia resaltando el carácter negativo y paralizante de dicha posibilidad. Aunque otros pensadores antes que él ya han señalado que el hombre es posibilidad, creo que lo valioso del análisis de Kierkegaard radica en el hecho de considerar esa posibilidad, como algo negativo que nos conduce inevitablemente a la nada. Precisamente porque la existencia humana es un abanico de posibilidades que se van aniquilando mutuamente, surge el sentimiento de angustia ante lo incierto del devenir. Dicho sentimiento es lo que caracteriza al ser humano siendo, por lo tanto, tal angustia existencial lo que lo define, haciéndolo más humano y distinguiéndolo de los animales.
En términos generales, esto es lo que los pensadores existencialistas ya en el siglo XX, van a rescatar de la filosofía kierkegaardiana, poniendo el acento en la existencia humana y no tanto en su esencia. Esto se comprende si comparamos el existencialismo con la filosofía antigua, por ejemplo. En efecto, para los filósofos antiguos lo importante es la esencia del hombre, puesto que ésta lo diferencia de los demás entes que habitan el mundo. Esta supuesta naturaleza humana está por encima de su existencia, la cual no es más que un modo de predicar su ser. Siguiendo este argumento, los existencialistas, especialmente Sartre, llegarán a afirmar que lo más importante no es la esencia humana sino su existencia, pues en sentido estricto el hombre no es, es decir, no es un ser acabado y por lo tanto no puede hablarse de que posee una naturaleza. De la preocupación original por comprender qué es el hombre dentro del discurso existencialista, se irán derivando algunos otros temas como la muerte, la finitud, el sinsentido de la vida, la precariedad, la libertad, la moral, etc.
Por su parte, Sartre, partiendo del método fenomenológico y acusando una marcada influencia de Heidegger, habrá de desarrollar una filosofía propia muy original, en que enfatizará la idea de la existencia como nada. Su herencia fenomenológica se nota cuando afirma que el análisis existencial es análisis de la conciencia: “un estudio de la realidad humana debe empezar por el cogito”. El cogito es la actitud de la reflexión sobre sí mismo, sobre la propia interioridad espiritual. De ahí que todas las categorías sartreanas se deriven del análisis fenomenológico de la conciencia.
Para Sartre, el ser humano es fundamentalmente existencia. Ahora bien, la estructura misma de esta existencia es la libertad; libertad que no significa el capricho momentáneo del individuo por realizar algo, sino el proyecto fundamental en el que están comprendidos actos y voliciones, que constituyen la posibilidad última de la realidad humana. Esta libertad es posibilidad infinita de elección que amenaza nuestra condición actual en tanto que, en que cada elección, corremos el riesgo de devenir en algo distinto. “Yo estoy condenado a ser libre”, afirma Sartre, lo que puede interpretarse como el hecho ineludible de que no podemos dejar de elegir o, lo que es lo mismo, no podemos dejar de ser libres.
Esta libertad fundamental que hunde sus raíces en la misma existencia humana nos obliga, pues, a elegir encontrando en cada elección la posibilidad de configurarnos a nosotros mismos. Dicha posibilidad implica, asimismo, la de inventar nuestra propia moral. Si el hombre es principalmente existencia y no esencia, si la existencia precede a la esencia, esto significa que no “somos”, sino que existimos, que nuestra característica principal es existir. No somos en el sentido de que son las cosas. Cualquier objeto del mundo empírico es algo, ya está acabado, no tiene otra posibilidad de ser a menos que un artesano decida transformarlo. Este no es el caso del ser humano. El hombre es su propio artesano y la obra por hacer. Ya que no hay Dios que nos dé nuestra esencia, somos nosotros mismos, en la libertad infinita que poseemos, quienes debemos hacernos en cada elección. De ahí que nuestra máxima obligación moral sea precisamente esa: construirnos moralmente dentro de una sociedad en la que los otros son mi negación y yo la negación de ellos.
Esta condición propiamente humana nos revela que somos seres precarios y finitos, somos seres contingentes y que la vida humana es un sinsentido. Sin embargo, esta certeza no nos debe llevar a la desesperación o el quietismo, sino por el contrario, debe impulsarnos a la acción y al compromiso con el otro. El saber y estar conscientes de que somos seres finitos y necesitados, no implica indiferencia hacia los demás, ni significa relativismo moral. Más bien significa que debemos comprometernos con el otro y ser solidarios en su sufrimiento y soledad.
Muchas veces se ha interpretado el pensamiento de Sartre, como una apología del pesimismo y negación a la vida. A mi juicio esto es totalmente erróneo. Si bien este filósofo no acusa el optimismo que conlleva una actitud burguesa frente a la vida, optimismo que es acomodamiento y autosatisfacción, tampoco está llamando a la actitud pasiva y desesperada que sería lo propio del pesimista. Por el contrario, lo que hace Sartre es afirmar el valor de la vida humana pues, ya que no hay trascendencia porque no hay un Dios que la garantice, lo único que nos queda es vivir esta vida lo más plenamente posible, sin encerrarnos en el egoísmo pequeño burgués o la autosatisfacción del que se sabe o presupone eterno. Significa, a mi juicio, la valoración plena de la vida al afirmarla en cada instante de nuestra existencia.

Bibliografía
Abbagnano, Nicola. Historia de la Filosofía. 1a. edición. Montaner & Simón, S.A. Barcelona, España. 1956.