viernes, 14 de agosto de 2009

La decadencia de Occidente

*Harold Soberanis

Hoy día es muy común oír, de personas de diferente nacionalidad o condición étnica, hablar de la decadencia de Occidente y con ello resaltar el valor y la importancia de otras culturas, históricamente subordinadas a aquélla. A la cultura occidental le achacan todos los males del mundo: las guerras, las enfermedades, las crisis económicas y vaya usted a saber cuántas cosas más.
Sin negar el valor que puedan tener culturas como la China, la Hindú o la Maya, para sólo señalar algunas, me parece exagerado y un rasgo de ignorancia, culpar a la cultura occidental y todos sus productos, de los males del mundo de hoy y de siempre.
No me opongo a la reivindicación que se hace de esas “otras” culturas, pero lo que me parece rechazable, es que se les quiera idealizar y, a la vez, descalificar la cultura occidental de la que, nos guste o no, somos herederos.
La cultura occidental ha dado a la humanidad grandes aportes: la filosofía, la ciencia, el derecho, etc. Claro, también ha producido muchas aberraciones. Pero, ¿qué cultura no lo ha hecho? ¿O es que acaso por venir de estas culturas subordinadas, todas las prácticas que la configuran son válidas? ¿Puede ser válida, por ejemplo, el sacrifico de los prisioneros para adorar a supuestos dioses, o la castración de la mujer para que no sienta placer sexual? No creo que haya alguien quien, en su sano juicio, pueda defender semejantes prácticas irracionales.
La cultura occidental y el mundo que la refleja no es la única culpable de las cosas que suceden en este mundo. Esto viene a cuento porque recientemente escuché a un pensador chileno, señalar a la cultura occidental como el nido de donde surgen los males del mundo.
Creo que mucho de esta actitud de rechazo a todo lo occidental, viene por esa tendencia de moda a glorificar todos los elementos culturales de otros pueblos. Ahora resulta que en esas culturas reside la sabiduría del mundo, por lo que hay que volver la vista hacia ellas, tratando de encontrar la respuesta a todos los males que nos aquejan.
No niego que estas culturas puedan tener elementos valiosos que hay que rescatar, pero no hay necesidad de condenar todo lo occidental.
Este rechazo a la cultura occidental no es nuevo. Recuerdo que ya a finales del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, varios filósofos pusieron en duda el valor e importancia de la cultura occidental. Sobre todo, cuestionaron el proyecto de la Razón como la facultad humana por excelencia, con la que podíamos comprender la realidad. Este es un elemento que los griegos establecieron en su proyecto filosófico: tratar de comprender y penetrar el mundo, la realidad, desde la pura racionalidad.
Obviamente, esto ya no es posible. Es verdad que muchas aberraciones se han cometido en nombre de la Razón: las guerras, los genocidios, la explotación, etc. Pero culpar de todo lo malo a la Razón, me parece que no es el camino correcto.
En sociedades como la nuestra, donde el grado de violencia y descomposición social es altísimo, donde la vida no vale nada, donde la corrupción y el latrocinio son los valores predominantes, bien nos vendría un poco más de racionalidad, un poco más de guiar nuestra existencia social por los dictámenes de la Razón. Claro que el ser humano no se agota en la racionalidad. El hombre es mucho más que eso, pero la Razón, bien entendida, pude conducirnos por el sendero correcto. Por medio de ella podemos construir una sociedad mejor, más equitativa y justa.
Con la posmodernidad se cuestiona la Razón y se enfatizan otras esferas de la naturaleza humana. Se habla de la falta de referencias y se afirma que todo es válido. Se cuestiona la cultura occidental y se reivindican otras culturas. Esto ha traído como consecuencia que se haya derivado en un relativismo de toda índole. Ahora resulta que no es prudente tomar posiciones políticas, se condenan las ideologías y se dice que lo conveniente es no tomar partido. Se condena la derecha y la izquierda por igual y la moda es estar en contra de todo y a favor de nada.
Esto resulta grave, porque precisamente gracias a esa falta de toma de posición, no se plantea nada, ni se critica la realidad con bases teóricas fuertes, ni se proponen soluciones racionales a los problemas que nos aquejan. Todo vale y al final nada es valioso.
Señalar la crisis de la cultura occidental debería estimularnos a buscar soluciones, retomando los ideales originales de tal cultura. No se trata simplemente de hablar de una supuesta “decadencia” de Occidente, sino de señalar que la humanidad en su totalidad necesita una renovación de sus postulados para de ahí, plantear soluciones plausibles.
Pero antes de proponer soluciones debemos saber qué es lo que está mal. Se necesita hacer una crítica de la realidad, para obtener un diagnóstico de nuestra situación y a partir de ahí plantear posibles soluciones, pero sin despreciar la Razón, ni idealizar culturas.
Es imposible que nos pongamos de acuerdo en todo, pero deberíamos buscar los consensos mínimos que nos permitieran llevar a cabo una renovación de la especie humana. Personalmente, no creo que Occidente esté en decadencia ni que haya que rechazar todo lo que viene de esta cultura. Creo que la sociedad humana en general, está en crisis y que la única solución a nuestros problemas está en encontrar los puntos en común de todos los grupos humanos, tratando de consolidar aquellos valores que son vitales para nuestra preservación, ajustar a la realidad aquellos que haya que ajustar y olvidar los que ya no responden al contexto actual. Pero esto sólo es posible desde el ejercicio de la racionalidad, del diálogo abierto y honesto, de la toma de posición política y desde el planteamiento ideológico que nos define y nos da identidad.
Que quede claro que no menosprecio a esas otras culturas. Recordemos que toda cultura es invento humano y como tal tiene sus cosas buenas y malas. Lo que rechazo es esa inclinación a desvalorizar lo occidental a la vez que se glorifican las otras culturas, sin tomar en cuenta que todas tienen elementos que son condenables.
No se trata pues, de hablar de la decadencia de Occidente y de reivindicar sin más, a otras culturas, sino de ser críticos y analizar las cosas para juzgarlas como son. Y esto, insisto, sólo puede darse desde el ámbito de la Razón, ese gran invento de los filósofos griegos, constructores junto a otros, de la cultura occidental a la que debemos tanto.

* Profesor titular del Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Utopía y praxis

* Harold Soberanis

Es conocido que el Materialismo Dialéctico y el Materialismo Histórico son dos esferas de una concepción general de la realidad que pretende interpretar, dicha realidad, desde una posición fundamentalmente material. En este sentido, esta concepción se convierte en una filosofía o teoría general del universo.
Sin embargo, dicha filosofía no es sólo una interpretación de la realidad, no es sólo una teoría que nos explica los fundamentos de esa realidad, sino que es, sobre todo, la insistencia en la posibilidad de transformación de dicha realidad. Es decir que, el materialismo dialéctico y el materialismo histórico no se agotan en la pura interpretación de los hechos puesto que, lo que buscan en última instancia, es interpretar y comprender la realidad social con el fin principal de transformarla, modificarla de manera radical, esto es, desde la raíz.
Para muchos críticos de esta filosofía materialista, llevar a cabo una transformación radical de la realidad, realidad social en la que estamos inmersos, es una utopía, en el sentido de ser algo irrealizable, una quimera propia de poetas o soñadores.
Sin embargo, la utopía, como ya he escrito en otras ocasiones, no es sinónimo de irrealizable, no debemos entenderla como algo imposible, sino todo lo contrario, es decir, como la posibilidad de lo concreto.
Ahora bien, la realización de la utopía implica una práctica concreta puesto que alcanzarla no es posible desde la pura teoría. Esta, la teoría, debe articularse coherentemente con la praxis, como única vía posible de realización. De ahí la importancia de desarrollar una praxis lógicamente articulada, que despliegue las posibilidades infinitas de transformación de la realidad.
Considerar estas posibilidades y emprender acciones concretas que nos lleven a su realización, no es la utopía renacentista que vislumbraba una sociedad perfecta donde no existían conflictos entre los hombres. Es más bien la consideración de la utopía posible, la utopía que puede realizarse siempre y cuando se den las condiciones materiales para ello pero, sobre todo, los hombres emprendan acciones que la hagan real.
De esa cuenta, utopía y praxis son dos elementos de un proyecto político que debe desarrollarse en un movimiento dialéctico continuo, que vaya superando las etapas precedentes y desemboque en una sociedad humana más justa e igualitaria. Vislumbrar esta utopía no es una quimera, no es algo imposible.
Toda teoría debe tener un lado práctico, en el sentido de ser el instrumento por medio del cual se logre concretar. Por lo tanto, la praxis es fundamental para cualquier proyecto político. A su vez, la praxis debe estar sustentada en una teoría coherente.
El materialismo dialéctico y el materialismo histórico, como concepciones de la realidad, constituyen una utopía, la única que puede emancipar al hombre de las cadenas de la opresión que ha producido un sistema perverso en sí mismo. Ahora bien, la posibilidad de que dicha utopía se realice no depende únicamente de la coherencia que posea la teoría que la sostiene, sino también de la praxis que pueda desarrollarse.
Dicha praxis será el reflejo de acciones concretas que, hombres concretos, puedan emprender y que vayan posibilitando dialécticamente, la realización de la utopía.
Esta articulación, utopía-praxis, debe desarrollarse sobre la concepción materialista de la realidad, pero sin caer en mecanicismos, pues éstos no explican la realidad como es.
La utopía es emancipación del hombre, por lo tanto, implica una idea de humanismo, pero no de un humanismo idealista que disocia al hombre de su condición material en la sociedad, sino de un humanismo que resalta y profundiza la condición material primaria del ser humano. Considerar al hombre desde una perspectiva idealista, es negarle su verdadero ser. No se puede hablar, por lo tanto, del Hombre como una abstracción, sino del hombre concreto inmerso en un sistema económico específico cuya base es material. De ahí que al hablar del hombre debamos pensar en el hombre concreto y no en una abstracción dual. El hombre es, principalmente, materia y su mundo, primordialmente, material.
Por eso, la praxis que debe desarrollarse y que desemboca en la realización de la utopía, es una praxis concreta cuya base es material e implica una concepción del ser humano como un ser único, cuyo correlato fundamental es el mundo material en el que se encuentra. Esto es, una antropología materialista.
Solamente pensando la utopía como posible, se podrán desarrollar aquellas acciones que nos conduzcan a ella. Tales acciones deberán estar fundadas en una teoría coherente que logre explicar las condiciones reales del ser humano. A mi juicio, la única concepción filosófica que logra hacer esta explicación coherentemente, es el Marxismo. Por eso hay que releer el pensamiento de Marx a la luz de las condiciones actuales. Tal lectura, objetiva y crítica, nos permitirá ajustar aquellas tesis marxistas que necesiten adecuarse a los tiempos que vivimos, sin olvidar la praxis como vía de realización de la utopía.

* Profesor titular del Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.