miércoles, 25 de febrero de 2009

Vida digna, muerte digna

*Harold Soberanis

Uno de los temas más polémicos ha sido siempre la discusión sobre el derecho a la muerte, es decir, sobre la posibilidad de decidir sobre nuestra propia muerte. Dicha polémica ocupó, en días recientes, las páginas de muchos diarios. El caso se refería a la lucha entablada por Giuseppe Englaro, padre de Eluana Englaro, una chica italiana que yacía postrada en estado vegetativo desde hacía 17 años como consecuencia de un accidente. El padre, movido por el natural amor hacia su hija, exigía el derecho a suspenderle la alimentación que, de manera artificial, mantenía con vida a su hija. El reclamo del padre desató un debate entre quienes están a favor de la eutanasia y quienes se oponen a ella alegando, en términos generales, que nadie tiene derecho a quitarle la vida a otro ser humano, únicamente Dios pues es Este quien la otorga. El caso es que después de librar una lucha a través de los vericuetos legales, el padre logró que le autorizaran retirarle la alimentación a su hija, quien finalmente murió.
Luego de su muerte, apareció en un periódico local la nota sobre la manera en que Giuseppe se despidió del cadáver de su hija. En esta despedida estuvo acompañado de una periodista italiana, quien hizo una breve descripción del estado lamentable en que se encontraba Eluana. Y es aquí, en el cuadro que describe esta periodista, donde uno se pregunta hasta dónde es válido mantener artificialmente la vida de una persona enferma que ya no tiene ninguna esperanza de recuperarse. En el caso de esta chica, los médicos habían hecho todo lo posible por revertir su condición y habían llegado a la conclusión que su estado era irreversible, que no existía la más mínima posibilidad de que se recuperara. De ahí la búsqueda de su padre por terminar con el sufrimiento diario de ver que su hija moría a pausas. El estado en que se encontraba era, pues, indigno para un ser humano.
Ciertamente, creo que la vida es un valor. Pero no lo es de manera abstracta, alejada de ciertas condiciones materiales que permitan realizarla dignamente.
Aristóteles afirmaba que la finalidad de la acción humana es la felicidad. Según este gran filósofo, la vida cobra un valor moral en la medida en que seamos felices, de donde se desprende que, buscar la felicidad no sólo es deseable, sino que es un imperativo moral, lo que vendría a significar que tenemos la obligación moral de ser felices. Para alcanzar dicha felicidad, es necesario contar con condiciones materiales q ue la posibiliten, que hagan que su búsqueda y encuentro sean alcanzables.
La aceptación de una vida digna se articula, a mi juicio, con la de una muerte digna, pues vida y muerte son dos caras de la misma moneda. En tan válido desear una vida digna como una muerte honrosa.
El caso de esta chica italiana que mencioné al principio, plantea este problema. ¿Por qué nos es tan fácil aceptar que es deseable una vida digna y no una muerte digna? ¿Por qué no puedo decidir sobre mi vida y mi muerte? ¿Por qué no tengo el derecho a recurrir a la eutanasia o al suicidio si sufro de una enfermedad terminal? ¿Por qué tiene que ser un ente ficticio quien decida sobre ello?
Si puedo decidir sobre qué hacer con mi vida debería también poder hacerlo con mi muerte.
Hume, el filósofo empirista, en un ensayo sobre el suicidio afirmaba, fundándose en el mismo cristianismo, que era permitido poner fin a nuestra existencia cuando ésta era intolerable para nosotros y los demás. En el caso de Eluana, lo inmoral, desde mi punto de vista, era seguir manteniendo artificialmente una vida que ya no gozaba de las condiciones normales que deberían hacerla algo digno. Verla postrada, en estado vegetativo y muriendo a pausas, era más inmoral y cruel que buscar una salida honrosa.
La idea central de Aristóteles era la de que, a través de la búsqueda y realización de la felicidad, se podía configurar una vida moralmente buena. La moral misma debía servir para hacer de la vida humana algo deseable y digno.
Suele suceder que ciertas teorías o propuestas morales, con todas sus prohibiciones e insistencia en el pecado, lo que hacen es castrar emocionalmente a las personas condenándoles a la infelicidad. Una moral que con sus moralinas hace infelices a las personas debería rechazarse. Una verdadera moral tendría que servir para configurar seres humanos felices e íntegros.
Ahora bien, la felicidad no puede reducirse a una espera en otra vida. La felicidad debe ser disfrutada en la existencia concreta, en el día a día y debe incluir el goce del cuerpo y del compartir con los demás.
Prolongar innecesariamente la vida de una persona fundándose en consideraciones, no de una moral que nos conduzca a la felicidad, sino de una moral que nos hace infelices, no tiene sentido. Y es una acción cruel.
De esa cuenta, el derecho a la eutanasia o el suicidio no puede ser negado por una moral que, de suyo, niega el sentido lúdico de la existencia. Acaso esta era la crítica que hacía Nietzsche a la moral fundada en una religión que, a su vez, se basaba en la negación del aspecto festivo y alegre de la existencia.
Por supuesto que la discusión sobre la legitimidad moral de la eutanasia seguirá siendo un tema polémico. Sin embargo, creo que deberíamos reflexionar sobre ella y sobre aquello que le otorga dignidad a la vida. Si creemos que una vida digna es deseable y legitima, lo mismo deberíamos pensar sobre la muerte.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Mito y Filosofía. De la magia a la Razón

* Harold Soberanis
Como sabemos, la cultura occidental tiene su asiento en los griegos de la época clásica. Este fue un pueblo muy particular en relación a otros pueblos antiguos. En efecto, mientras que muchos de estos pueblos tendieron a una explicación fantástica o mágica de la realidad que les circundaba, los griegos buscaron otras vías para encontrar la explicación de esa realidad. Esas otras vías fueron las de la Razón. Es bien sabido que, en el momento en que los griegos recurren a la Razón como facultad principal para penetrar la realidad en tanto totalidad, en ese instante surge quizá el mayor de los aportes que este pueblo hizo a la humanidad: la Filosofía.
En este sentido, la Filosofía griega tendrá pues, como nota distintiva el pretender ser una explicación racional y holística de la realidad. Esta característica marcará, definitivamente, el proyecto filosófico occidental, distinguiéndose, como señalé arriba, de cualquier otro modo de filosofar que pudiéramos encontrar en otras culturas. Hasta el día de hoy la Filosofía occidental, sea cual sea su orientación o tendencia, es un saber eminentemente racional.
Ahora bien, esto no significa que el pueblo griego, al igual que cualquier otro pueblo antiguo, no haya tenido en sus comienzos un pensamiento mágico por medio del cual buscaban explicarse la realidad circundante. En otras palabras, no podemos pensar que los griegos fueran totalmente racionales desde el comienzo de su historia. De hecho, es característica de toda sociedad humana, de toda cultura pequeña o grande, de todo individuo culto o no, tener un pensamiento mágico al que recurre para comprender algo de la realidad que le interpela o le sorprende.
En este sentido, los griegos no pueden sustraerse a este tipo de pensamiento que podríamos afirmar, es parte de la esencia misma del hombre. Así pues, también el pueblo griego recurre en sus comienzos a un pensamiento mágico para explicarse aquello que le sorprende y no logra comprender. Resultado de ello son los mitos, y ya sabemos que los griegos son grandes cultivadores de mitos, habiéndonos heredado una gran variedad de ellos, algunos verdaderamente hermosos. El mito es pues, un intento por explicarse esa realidad que les resulta incomprensible. Pero es un intento cargado de magia y elementos irracionales (no uso este término en sentido peyorativo), y por lo mismo, insuficiente.
Si bien es cierto el mito carece de racionalidad, lleva implícito en él (a la manera de la dialéctica hegeliana), el germen de lo racional que dará paso a la Filosofía. De ahí la importancia y el valor del mito para el pensamiento occidental. Algunos pensadores, incluso, han afirmado que, si el mito no hubiese existido, la filosofía nunca habría surgido pues ésta nace de la misma incapacidad de aquél por explicar la realidad. En un momento dado los hombres ya no se satisfacen con las explicaciones que da el mito y buscan otros caminos que les provean de certezas más firmes. Por eso surge la filosofía como un saber que proporciona verdades claras y distintas (al modo cartesiano).
Claro, también están la religión y la ciencia como respuestas a esa búsqueda de verdades firmes que necesitamos. Pero la religión, también está cargada de magia y por ello sus verdades no satisfacen a todos; y la ciencia, aún con su estructura racional, se muestra insuficiente para explicarnos aquellas cosas que escapan de los límites empíricos de la realidad. Por ello, la filosofía sigue siendo el saber más certero y confiable, aún con todas las crisis que ha tenido que enfrentar, sobretodo en estos tiempos posmodernos que corren. Sin embargo, el mito sigue siendo tan valioso como la filosofía por lo que no podemos despreciarlo y rechazarlo sin más, aunque tampoco debemos colocarlo por encima de la filosofía ya que ésta, afortunadamente, sigue siendo el saber más esperanzador y seguro.

*Profesor Titular, Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.
haroldsoberanis@usac.edu.gt

martes, 10 de febrero de 2009

UNIVERSIDAD Y SOCIEDAD: UN PACTO ÉTICO-POLÍTICO

*Harold Soberanis
haroldsoberanis@usac.edu.gt


Próximo a entrar el siglo XXI, las sociedades en general, comenzaron a replantearse diversos aspectos de la realidad. Dentro de ese análisis se cuestionó el papel de varias instituciones, que forman parte importante de la vida social y cultural de los pueblos. La Universidad, como institución central de la educación superior, no escapó a ese escrutinio. De esa cuenta y a partir de ese momento, y en algunos casos mucho antes, bastante se ha discutido sobre el papel que las Universidades nacionales, especialmente, han de jugar en el devenir de las sociedades a las que pertenecen. Asimismo, se ha intentado analizar a la luz de la realidad actual, la naturaleza de la relación Universidad-sociedad y el modo en que se articula o debe articularse tal relación. En este artículo, deseo hacer algunas reflexiones al respecto pensando, específicamente, en la Universidad de San Carlos de la cual soy, orgullosamente, egresado y donde desarrollo actualmente mi trabajo docente.

La preocupación y análisis sobre la relación Universidad-sociedad no es nada nuevo. Recuerdo, en mi caso, algún escrito de José Mata Gavidia sobre este tema. También tengo presentes, más recientemente, los trabajos que al respecto elaboró el padre Ignacio Ellacuría, destacado filósofo y teólogo español asesinado en El Salvador.

Los trabajos de éste último, revelan la importancia de dicha relación y destacan el papel que la Universidad, desde una posición política definida, debe desarrollar a efecto de no ser una institución más dentro del espectro social, sino ser aquel ente que pueda ejercer el papel rector que, junto a otros organismos estatales, dirija las políticas públicas, tanto como la reserva moral de una sociedad. De ahí, la necesidad de generar un debate que involucre a todos los actores sociales, a fin de reflexionar sobre el rol que debe desempeñar la Universidad nacional en sociedades como la nuestra, es decir, en una sociedad que se abre a la vida democrática después de muchos años de guerra interna que, si bien es cierto produjo algunos avances en cuanto a los derechos elementales de la ciudadanía, también profundizó las diferencias entre una minoría que concentra la mayor parte de la riqueza y una mayoría que no posee más que su fuerza de trabajo.

La Universidad como tal, no escapó a la barbarie que esa lucha interna generó. De esa cuenta, esta noble institución sufrió una sistemática represión, que se tradujo en una violenta desaparición de destacadas figuras intelectuales que, desde sus aulas, cultivaban y promovían un pensamiento crítico y progresista el cual, por fortuna, dejó su impronta de libertad en muchos sectores democráticos de la sociedad civil. Fuentes Mhor, Colom Argueta, Fito Mijangos, López Larrave, Oliverio Castañeda, son sólo algunos nombres de distinguidos pensadores cuyo pecado, que les costó la vida, fue soñar una sociedad más justa y equitativa.

El resultado de esta sistemática represión, que era política de Estado, se tradujo en el hecho de que la Universidad entró en un período de mediocridad y letargo general que tuvo sus peores consecuencias en su separación, como institución, de la sociedad a la que se debía, además de la fragmentación del saber y de la negación de su propio sentido a lo interno de sí misma.

Un tiempo antes de la firma de la paz que puso fin, al menos formalmente, a esos 36 años de violencia fratricida, ya se planteaba en el seno de la Universidad y en algunos sectores de la sociedad, la necesidad de cambiar el rumbo de esta institución. Se trataba no sólo de cambiar su rumbo, sino de recuperar, en la medida de lo posible, el papel fundamental que había tenido, no sólo como rectora de la educación superior, sino también, y acaso más importante, como conciencia de una sociedad que no termina de encontrar su camino.

Actualmente, se hacen innumerables esfuerzos por situar a la Universidad en el lugar que le corresponde. Quizá sea un proceso muy lento, pero creo que va caminando con paso seguro. Claro que como parte de toda una realidad social, cuya dinámica es muy compleja, la Universidad no se abstrae de determinados factores que afectan negativamente al país, tal el caso de la corrupción, que quizá sea en la actualidad, el mayor y más visible efecto de la descomposición social en que estamos, pero cuya causa final hay que buscarla en las estructuras que sirvieron de base a esta ficción que llamamos Guatemala. Esta causa final habría que rastrearla en la historia hasta llegar al período de la Colonia, pues creo que ahí se encuentran las claves para entender este proceso degenerativo.

A mi juicio, es desde esta perspectiva y dentro de este contexto que se hace necesario reflexionar sobre la función de la Universidad nacional a fin de lograr una verdadera articulación con la sociedad, a la vez que sea el receptáculo que logre condensar las legitimas aspiraciones de ésta. Dicha articulación plantea no sólo un compromiso político, lo que nos lleva a enfatizar la politización de ambas, sino también un acuerdo ético por parte de la Universidad, lo que nos induce a pensar en el tipo de profesionales que se deben formar ahí. Estos no sólo deben ser buenos en su profesión, sino deben fomentar y desarrollar una conciencia de clase que les permita ser los voceros de las esperanzas de un pueblo. Si sólo se quedan en el primer aspecto, es decir, en ser buenos profesionales que logran insertarse con éxito en el mercado laborar, serán el mismo tipo de profesional que están formando los centros privados de educación superior.

Cuando afirmo que la Universidad debe ser el eje desde donde se articulen las expectativas y demandas de la sociedad, lo hago pensando en una radical politización de ella. Reconozco que hablar de politización de la Universidad, resulta para muchos algo negativo. Esto tiene su explicación en la manera en que se entiende dicho término. Cuando se habla de politización, muchos piensan en la afiliación a un partido político “X”. No es en este sentido en el que yo manejo tal término. Politización debe entenderse, en un sentido muy amplio, como el involucramiento de las instituciones, en este caso la Universidad, en los asuntos del Estado y de la sociedad, involucramiento que se acompaña de propuestas de soluciones concretas y viables a la compleja problemática que configura a Guatemala. Pertenecer a un partido político específico, es sólo una parte de la vida política de una sociedad democrática que, por lo mismo, no agota su naturaleza. Una cosa es ser político como un zoon politikón aristotélico y otra muy distinta ser político partidista. Aquél, se fundamenta en la naturaleza esencial del ser humano, y ésta en las simpatías que tengamos por determinadas banderas.

Hacer hincapié en la aparente naturaleza apolítica de la Universidad nacional, como algunos sectores reaccionarios pretenden, asignándole a esta institución una única función académica, es sesgar su realidad y negar su esencia original. Al rechazar la politización de la Universidad se busca desconectarla de la sociedad y que pierda, de esa manera, su carácter de fundamento y reserva moral, para convertirla en una institución al servicio de los sectores poderosos. Sólo desde esta perspectiva se puede comprender el ataque sistemático que, a través de sus centros de formación y en la voz de sus escritores a sueldo, tales sectores han emprendido contra la Universidad desde hace algún tiempo. Buscan con dichos ataques, pues, no sólo apoderarse de su millonario presupuesto sino también y quizá esto sea lo más grave, desvirtuar su función social.

Politización no es, entonces, politiquería. Es formar conciencia en sus futuros profesionales a efecto de que se involucren en los problemas de la sociedad y establezcan un pacto ético con los sectores más desfavorecidos. Es ganarse, en la lucha diaria, la condición moral de ser la conciencia de un pueblo.





*Licenciado en Filosofía, profesor titular en el Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.

domingo, 8 de febrero de 2009

El legado de Allan Poe

*Harold Soberanis

Comienzo por aclarar que no soy crítico literario, por lo que mi acercamiento a la obra de Edgar Allan Poe es la de un simple lector. En este 2009 que se conmemoran los doscientos años del nacimiento de este ilustre escritor deseo dejar, por escrito, constancia de mi admiración y gratitud a su vasta creación literaria. Por lo tanto, amigo que me lee, no espere encontrar, en las líneas que siguen, un “balance objetivo” de su obra literaria, como acostumbran a decir los críticos. Lo que escribo es simplemente, pues, el resultado de la experiencia de alguien quien ha pasado las horas de los días y las noches disfrutando la lectura de esos maravillosos cuentos de Allan Poe que, aunque muchos de ellos llenos de terror, me han acompañado incondicionalmente, haciéndome más llevadera la soledad y el silencio de esos días y noches en que las horas languidecen lentamente.
Deseo hacer constar mi admiración a Allan Poe, decía más arriba, porque me parece que es un escritor genial, poseedor de un manejo del lenguaje impresionante, elegante y ameno. Y reconocer mi gratitud a su obra, precisamente porque ha sido un buen compañero de viaje durante algún tiempo, un compañero, debo decir en apego a la verdad, ideal.
Pero no es sólo la forma en que escribe Allan Poe lo que motiva mi admiración a sus escritos. Son también los temas que aborda y la manera en que lo hace. Su literatura, aún cuando está llena de elementos y referencias truculentos, terroríficos y, hasta abominables en algunos casos, reflejan, a mi juicio, de manera magistral algunas características de la condición humana, describen, con mucha lucidez y fidelidad la naturaleza del hombre: ese ser contradictorio, paradójico, capaz de realizar las más bellas obras del ingenio, tanto como los crímenes más atroces. Por lo tanto, sus cuentos no sólo entretienen, sino también nos hacen reflexionar sobre las motivaciones que impulsan a los hombres a actuar de la manera en que lo hacen. Esto provoca que la obra de Allan Poe contenga reflexiones de índole moral que nos impulsan, a su vez, a cuestionamientos sobre la moralidad de muchas de las acciones que hacemos día a día.
En torno a Allan Poe, como sucede con tantos otros genios, gira una leyenda negra que pretende presentarlo como un ser endemoniado. Quienes repiten dicha leyenda buscan menospreciar su obra. No niego que Allan Poe haya transcurrido, buena parte de su vida, atormentado por sus propios fantasmas pero, ¿quién no los tiene?, ¿a quién no le ha pasado? Sin embargo, de ahí a tratar, basándose en estas circunstancias, de negar el valor trascendente de su vasta obra, hay un gran trecho.
¿Por qué las narraciones de Allan Poe están llenas de descripciones repugnantes? ¿Por qué su autor se detiene en la descripción minuciosa de algún horripilante crimen? No creo que sea, como dicen algunos de los que repiten esa leyenda negra sobre él, que se deba a una psicopatología. Allan Poe, posee una mente genial, lucida, penetrante. Esto él lo sabe muy bien, al punto que es ingenuo pensar que no fuera consciente de los sentimientos encontrados que despertaba en quienes le leían. Entonces, ¿por qué detenerse en esas interminables descripciones de hechos abominables?
A mi manera de ver, Allan Poe no buscaba con esas descripciones inducir a las personas a cometer cualquier clase de crimen. Yo creo que lo que buscaba era señalar el aspecto moral o inmoral de la acción humana y de cómo todos, en algún momento dado y bajo ciertas circunstancias que escapan a nuestra voluntad, podemos convertirnos en auténticos criminales.
Algunos rechazarán esta interpretación que hago, y están en su derecho. La rechazarán alegando que la obra de arte, en general, es ajena a cualquier valoración moral. Aún aceptando de mi parte que existe un arte independiente de todo juicio de valor, creo que en algunos casos, como el de Allan Poe, su obra va revestida de esas valoraciones morales. Esto no resta ningún mérito a su obra, aunque tampoco le agrega más valor del que ya tiene.
Creo que la obra de arte, si bien no debe subordinarse a cuestiones morales, bien puede servir como vehículo que estimule en nosotros la reflexión sobre la conducta humana o sobre las cosas que hacemos. En este sentido, concuerdo con Aristóteles, quien pensaba que la obra de arte puede cumplir con la función de liberarnos de las bajas pasiones que nos aprisionan. Para el Estagirita, pues, el arte debía tener un aspecto catártico.
No sé si Allan Poe era consciente de esto, pero la lectura de sus cuentos, impregnados de horror, pueden ayudar a liberarnos de sentimientos negativos que en nada contribuyen a la configuración de nuestro ser moral.
De esa cuenta, la obra de Allan Poe no sólo nos entretiene, sino que puede impulsarnos a la reflexión sobre el carácter moral de nuestras acciones. Acaso por esto sigan teniendo sus escritos esa perdurable frescura, propia de las grandes obras de la literatura universal. Frescura y universalidad que dotan a la obra de Allan Poe de inmortalidad.

* Profesor titular, Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.

jueves, 5 de febrero de 2009

El Filósofo gobernante: ¿una utopía platónica?

*Harold Soberanis
haroldsoberanis@usac.edu.gt

Una de las ideas más conocidas de la filosofía de Platón, junto a la del “amor platónico” (que a decir verdad no aparece en ninguna de las obras de este distinguido pensador griego), quizá sea la del filósofo gobernante. En efecto, es lugar común aún dentro de las personas que no conocen nada de filosofía, insistir en la idea platónica de que el mejor gobernante es el filósofo. Como sabemos, esta idea es parte de la teoría platónica del Estado perfecto.
En varias obras, pero especialmente en el diálogo La República, Platón desarrolla su concepción de lo que “debería ser” el Estado. Éste, tendría, como finalidad suprema, crear las condiciones materiales e intelectuales que permitiesen a los ciudadanos, alcanzar la felicidad. Recordemos que para Platón, lo mismo que más tarde para su alumno Aristóteles, el fin de la acción humana es alcanzar la felicidad. A este noble fin debe servir la educación, el arte, la ética y, por supuesto, la política que no es más que el arte de gobernar el Estado, con vistas a realizar aquel objetivo.
Ahora bien, si la política es el arte de gobernar de la mejor manera posible el Estado, esto nos lleva a pensar que quien dirija los destinos de éste, debe ser aquel que esté mejor preparado para hacerlo. De ahí la metáfora de Platón cuando compara al Estado político con una nave. ¿Cuál es el fin de un barco? ¿Para qué se construye? Pues para llevarnos, a través del proceloso mar, a buen puerto. Pero, ¿cómo garantizar que esa nave nos llevará a nuestro destino de manera segura? Primero, sabiendo que es una buena nave, que ha sido construida por buenos obreros, con los mejores materiales y que ha sido diseñada para soportar los embates de las olas; y segundo, porque está dirigida por el mejor navegante, quien conoce las principales y más seguras rutas y posee la sabiduría necesaria para dirigirla.
En muchos sentidos el Estado político se asemeja a un gran barco: tiene un fin, muchos hombres en su interior y debe estar dirigido por alguien. Pues bien, ese alguien debe ser quien está mejor dotado para maniobrar ante los embates impredecibles del destino y las circunstancias; debe ser el que mejor conoce los entresijos del poder y sabe qué esperar de los hombres, cuya naturaleza enigmática y voluble nos hace temer siempre lo peor.
Y así como no escogeríamos al peor marino para que dirigiera un barco de gran calado, tampoco deberíamos dejar el Estado en manos del menos dotado de los hombres. ¿Y quién es la persona mejor preparada? ¿Quién tiene el conocimiento y la formación necesaria para predecir los acontecimientos de la sociedad? ¿Quién conoce mejor la naturaleza humana y sabe qué esperar de ella? En fin, ¿quién es el mejor dotado de los hombres para dirigir los destinos del Estado y llevarlo, cual majestuosa embarcación, a buen puerto? Platón responderá que no es otro más que el Filósofo.
Y aquí es donde la teoría platónica del Estado, ya de suyo una utopía si la contemplamos en su conjunto, adquiere aún más ese carácter idealista.
Sin embargo, en este punto se hace imperativo matizar el significado de utopía. Se dice que algo es utópico cuando es, por sus condiciones o elementos, irrealizable.
Como sabemos, fue Tomás Moro (1478-1535), el famoso filósofo, político y Canciller inglés de Enrique VIII, quien acuñó el término utopía con el que tituló su muy conocida obra. En ésta se describe la vida en una isla. En ella no hay disputas ni guerras y todos viven satisfechos con lo que tienen y en permanente colaboración entre sí. Un lugar de tal naturaleza es humanamente difícil de construir, aunque no imposible, si bien Moro así lo concibe. De ahí, pues, el título de la obra. Utopía significa etimológicamente el no-lugar, es decir, una tierra que no existe, que no está en ninguna parte. A través de la descripción de este paraíso terrenal, Moro oculta su verdadera intención: criticar, de manera velada, el régimen despótico y cruel de Enrique VIII. Lo hace de esa manera para evitar la ira del rey, aunque lo único que logró fue prolongar su muerte, pues es sabido que Enrique VIII terminó condenando a muerte a Moro por oponerse a su divorcio.
A lo largo de su obra, Tomás Moro va señalando cómo debería ser un Estado perfecto. Pero de tan perfecta descripción se llega a lo imposible. De ahí que el vocablo utopía sirva para hacer referencia a algo que de suyo es irrealizable. Sin embargo, este sentido original del término se ha ido modificando a lo largo del tiempo. De esa cuenta ya no significa lo mismo que en el principio.
Actualmente se considera que lo utópico sí es posible realizarlo. Ernst Bloch (1885-1977), filósofo marxista alemán, es quien más ha trabajado en su obra este otro sentido del término utopía y es este significado el que aplico a la idea platónica del filósofo gobernante.
En efecto, la idea original de Platón del filósofo gobernante cada vez se hace más plausible. Ya no resulta descabellado pensar que el filósofo pueda y deba llegar a ocupar puestos de dirección en el Estado.
En Guatemala es bien recordado como uno de los mejores gobiernos que hemos tenido en nuestra historia política, la administración del Doctor Juan José Arévalo. Este pedagogo y filósofo introdujo una serie de mejoras sociales después de una larga historia de gobiernos militares retrógrados, otorgando a los ciudadanos mejores condiciones de vida que hicieran de su existencia algo digno. Sin embargo, es sabido que este proyecto político de naturaleza progresista se vio truncado en 1954 con la intervención estadounidense apoyada por algunos vendepatrias locales (aunque algunos seudointelectuales aún se empeñen en negarlo). Empero, algunas de las conquistas sociales realizadas por el Dr. Arévalo están ahí y los guatemaltecos de hoy disfrutamos de ellas.
El caso del Dr. Arévalo, pues, es un buen ejemplo de lo que puede llegar a realizar un gobernante con formación filosófica. Y también es un ejemplo de que sí es plausible que un filósofo pueda gobernar un país.
Otro ejemplo más reciente es el caso del ex alcalde de Bogotá, Antanas Mokus. La labor que este político y doctor en filosofía realizó en su ciudad es bien conocida. Transformó, durante su administración edil, una ciudad con altos índices de violencia en una de las mejores de la región, y lo hizo porque su formación académica, unida a una fuerte sensibilidad social, le permitió ver las causas de los problemas sociales que aquejaban a su comunidad. Al tener esto claro, pudo vislumbrar las posibles soluciones, sin olvidar que se trataba de seres humanos de carne y hueso que lo único que esperaban era que se les respetara y dignificara. La formación humanista del doctor Mokus queda perfectamente ilustrada, cuando en una ocasión afirmó que el derecho a la vida es absolutamente superior al derecho a la propiedad privada, de lo cual podemos inferir que no existe justificación alguna para segar la vida de un ser humano, apoyándose en una fracasada apología de la propiedad.
Toda esta reflexión se hace oportuna ante el reciente nombramiento, como Ministro de Gobernación de un doctor en filosofía. El que haya sido nombrado para ocupar semejante puesto, un profesional de la filosofía no es algo casual. Entre las virtudes del nuevo ministro está su capacidad de análisis, que le permite penetrar, de manera lúcida, en la complejidad de la realidad que le toca abordar. Es verdad que es un puesto administrativo que se subordina al poder del Presidente y que sus actuaciones están dirigidas por la política general del gobierno, pero aún así es un agradable indicio de que intelectuales con una sólida formación teórica, como los filósofos, pueden ocupar puestos de dirección dentro de la estructura estatal. Se rompe así, la imagen distorsionada que la mayoría del común de los mortales tiene acerca del filósofo: un soñador envuelto permanentemente en disquisiciones elevadas y abstractas sin conexión con la realidad que le rodea. Esta es una idea absolutamente equivocada de la figura del filósofo y de su quehacer.
Reconozco que los ejemplos que he puesto de filósofos que han llegado al poder público son ínfimos, si los comparamos con la mayoría de gobernantes que hemos tenido en Guatemala: abogados, militares y algún otro profesional. Sin embargo, es una buena señal el hecho de que, en los albores del siglo XXI, se comience a valorar el trabajo de los filósofos como profesionales, cuya formación les permite ocupar distintos puestos dentro del aparato del Estado. Me gustaría pensar que éste es el inicio de la senda que un día, no muy lejano, nos lleve a ver realizada la utopía platónica del filósofo gobernante.


Profesor titular de Filosofía, Departamento de Filosofía, Fac. de Humanidades, USAC.

Nota: este artículo lo escribí teniendo como referencia inmediata el nombramiento del nuevo ministro de Gobernación a mediados del año 2008 y que recayó en la persona de un doctor en filosofía. Lo que pasó con él es conocido por todos. Sin embargo, algunas de las reflexiones que hago sobre el papel del filósofo en la administración pública, a mi juicio, siguen vigentes.
Harold Soberanis.

miércoles, 4 de febrero de 2009

¿Por qué filosofar?

*Harold Soberanis

Ante los acontecimientos vertiginosos de la vida cotidiana, nos olvidamos de nosotros mismos. Nos involucramos en una serie de actividades intentando encontrar, a través de ellas, un sentido a nuestra existencia aunque lo que logramos es totalmente lo contrario, pues únicamente conseguimos evadirnos de la realidad y del encuentro íntimo con el ser nuestro. El ambiente consumista, especialmente en esta época, nos absorbe de tal manera, que creemos que sólo en tanto poseemos objetos somos valiosos, es decir, hemos trocado el tener por el ser, como bien lo señaló Fromm hace algunos años.
Marx, dentro de su vasto pensamiento, señalaba el peligro de idolatrar, a partir de la lógica perversa del capitalismo, las mercancías a tal punto que el hombre mismo se llegaba a considerar una de ellas. A esta actitud de “mercantilizar” la vida Marx le denominaba fetichismo. Si bien las cosas nos son útiles, pues nos permiten desarrollar nuestra existencia con menos dificultad, el problema está en considerarlas tan importantes que las colocamos por encima de nosotros mismos y hasta les atribuimos características meramente humanas. De ahí que lo urgente sea, para Marx, lograr la emancipación humana, es decir, la superación de la cosificación del hombre provocada por el capitalismo. Tal emancipación sólo puede lograrse en tanto en cuanto se transforme el sistema de producción capitalista, pues éste, en su dinámica interna, pervierte el mundo de la vida.
Si bien es cierto, Marx reflexiona desde el aspecto material del mundo puesto que, según él, es desde esta perspectiva que se establece el modo de producción que, a su vez, determina la configuración del hombre, su relación con los demás y la sociedad toda, podemos trasladar dicha reflexión a un plano existencial.
Es desde aquí, desde la esfera existencial del ser humano concreto, de carne y hueso, que considero cobra valor y sentido el filosofar (sin pretender negar, en ningún momento, el valor del pensamiento de Marx). Para muchas personas dedicar un tiempo a la reflexión filosófica es perder el tiempo, pues de lo que se trata, según ellas, es de producir bienes y riqueza. De ahí la idea equivocada de que el filósofo sea un ser inútil, casi un parasito de la sociedad. En otros artículos me he referido al error que subyace en esta imagen distorsionada de la filosofía y del filósofo por lo que no dedicaré tiempo a mostrar lo equivocados que están quienes así piensan.
Lo que deseo es resaltar lo valioso y necesario del filosofar. Para los filósofos existencialistas, hay dos clases de hombre: los auténticos y los inauténticos. Éstos, son los que llevan una vida despreocupada y frívola. Nunca se detienen a reflexionar sobre la realidad que les rodea ni se cuestionan a sí mismos. Aceptan lo dado como algo natural y creen que la vida es y será siempre la misma.
Aquéllos por su parte, asumen su existencia con total conciencia. Se saben seres finitos y precarios, limitados y absurdos. Y conocen muy bien que es precisamente este carácter absurdo de la existencia donde se diluye la vida humana. Empero, esta percatación no los hunde en la desesperación o el quietismo, ni buscan evadir su realidad, realizando un sinnúmero de actividades por medio de las cuales soslayen enfrentarse a sí mismos. Por el contrario, asumen con toda lucidez, conciencia y dignidad el sentido absurdo de la existencia humana.
Aún cuando no seamos adeptos a esta corriente filosófica, debemos reconocer un elemento valioso en ella: el hecho de que debemos enfrentar la vida conscientemente y reflexionar, honesta y sinceramente, sobre nuestra condición, sobre el mundo y la relación con los otros. En otras palabras: debemos asumir nuestra existencia con total lucidez. Y esto, a mi juicio, sólo es posible desde la filosofía.
De ahí, pues, que filosofar sea algo perentorio para la vida, para esa vida que se vive auténticamente, sin trampas ni evasiones, sin intentar escamotear el drama que se nos revela a cada instante y que no hace más que recordarnos que somos seres finitos y trágicos. Nuestra tragedia es estar en medio de una dicotomía radical: buscamos la trascendencia aún cuando sabemos que somos seres para la muerte.
La manera de enfrentar este drama no es, insisto, eludiendo mi realidad a través de prácticas que me autoengañen, que me hagan creer que tendré una vida eterna después de esta o que lo importante es poseer cosas. Todos estos son intentos vanos de soslayar la tragedia de la existencia humana. Creo que la actitud más sincera es asumir con plena conciencia la realidad que soy yo y los otros.
Con estas reflexiones no busco provocar el pesimismo o la desesperación en los lectores. Mi intención es estimular el acercamiento a la filosofía, al filosofar, a partir de la evidencia de esa realidad que somos. Lo que deseo es mostrar la importancia que para los seres humanos significa el pensar, el análisis, la comprensión de esa realidad que nos abruma, que nos avasalla, con la intención de asumirla como seres-en-el-mundo, es decir, seres ensimismados y no frívolos.
Pero este ensimismamiento sólo es posible con las herramientas conceptuales que nos proporciona la autentica filosofía. Debemos discernir entre esas pseudorreflexiones que, bajo la envoltura de textos motivacionales, pretenden mostrarnos que este es el mejor de los mundos posibles, y lo que es la filosofía seria.
La verdadera y auténtica filosofía, esa que viene desde la Grecia clásica, es la única que nos puede enseñar a filosofar con honestidad. Es la única que puede mostrarnos la realidad como es para que, a partir de esa percatación, reflexionemos sobre nuestra condición, nuestra existencia y la relación con el mundo y con los otros. Solo en la medida en que ejercitemos una reflexión sincera y profunda, nos daremos cuenta de la necesidad de asumir una existencia comprometida. Veremos en el otro un ser como nosotros, con sueños y desilusiones, con dignidad y aspiraciones a una vida mejor. En fin, solo en la medida en que seamos personas preocupadas y no superficiales estableceremos relaciones de solidaridad con el prójimo, porque sólo en ese momento seremos capaces de vernos reflejados en el rostro del otro.


*Profesor titular de Filosofía, Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.

lunes, 2 de febrero de 2009

EL HOMBRE COMO UN SER HISTÓRICO

* Harold Soberanis

El hombre es un ser histórico. Esta afirmación, puede tener varias interpretaciones y puede ser válida desde diversos puntos de vista. Sin embargo, a mi juicio, considero que la interpretación que más recoge el sentido mundano de la vida, es decir, ese sentido que afirma la condición existencial del ser humano al arraigarlo al mundo, es el que desarrolla Marx en su concepción filosófica del materialismo histórico. Es necesario tener esto presente, cuando desde posiciones teístas se hace la misma afirmación sobre esa condición del hombre. También el cristianismo, por ejemplo, asevera que el hombre es un ser histórico, pero incorporando la presencia de Dios dentro de esa historicidad, lo que le otorga un matiz muy diferente a tal categoría humana, pues deja al hombre en un segundo plano respecto a la divinidad. Con esto se niega la libertad de los hombres para escribir su propia historia y, por lo mismo, se le excusa su responsabilidad ante la humanidad.
En este sentido, pues, creo que la concepción de Marx, se ajusta más a lo que debería ser dicha responsabilidad y libertad humanas. Según Marx, el hombre es un ser histórico, es decir, es un ser proyectado a un futuro que se espera sea siempre mejor. Tal historia es continua e infinita, y se mueve de manera dialéctica. Esta dialéctica se revela en la lucha de clases que es, al mismo tiempo, el motor de la historia misma. La lucha de clases no es más que la expresión del antagonismo que se desarrolla en la base económica de la sociedad. Un sistema económico que reproduzca la desigualdad, generará un enfrentamiento entre las clases sociales que se derivan de tal sistema. Este enfrentamiento es el motor de la historia.
Así pues, la historia avanza gracias a ese conflicto entre clases. Esta lucha de clases es objetiva, es decir, acontece independientemente de la voluntad de los hombres, aunque sean los hombres quienes encarnen dicho movimiento histórico. Esto significa que hay un condicionamiento para que tales hechos históricos se sucedan. Empero, este condicionamiento no debe ser entendido como un determinismo puesto que el hombre, como ser individual, sigue siendo libre y sigue teniendo la posibilidad de modificar su mundo. Precisamente porque el hombre es libre es que es histórico. O dicho de otra manera: si el hombre no fuera un ser libre no podría escribir su propia historia. Esta estaría determinada por la divinidad, no por el ser humano.
El movimiento dialéctico de la historia es infinito. La historia misma también lo es, ya que la esencia de este proceso es el devenir heracliteano perpetuo. Así pues, la historia nunca termina, siempre avanza hacia estados mejores donde pueda realizarse el ideal de la humanidad. Aseverar que la historia tiene un fin, es sesgar esa realidad para defender ciertos modelos económicos que reflejan particulares intereses de clase. Pero también es negar la capacidad del hombre para escribir la historia y transformar su entorno. Es asumir una visión providencial de la historia, relegando a una condición subordinada al ser humano.
Un elemento importante dentro de ese devenir histórico es el trabajo. Así como la historia es un ámbito propiamente humano, también el trabajo posee la característica de ser una categoría específica del hombre. Es precisamente gracias al trabajo, que el hombre puede escribir su historia. De ahí la importancia del trabajo y de recuperar su sentido original como posibilidad de superación de la alienación. Abolir la alienación del hombre es la verdadera tarea a la que está llamado el ser humano, pues al hacerlo quedará el camino despejado para alcanzar su emancipación.
De esa cuenta, lo que busca Marx es recuperar el sentido original del trabajo, esto es, recuperarlo como condición de posibilidad de realización humana. El capitalismo, en su propia dinámica ha desnaturalizado el trabajo, lo que ha provocado que el ser humano se encuentre enajenado. De lo que se trata, pues, es de rescatar el sentido radical del trabajo y con ello alcanzar la emancipación del hombre al liberarlo de su condición enajenada.
Por otro lado, la historicidad del hombre también significa que éste es un ser inacabado. Constantemente, y a lo largo de su propio desarrollo, el ser humano se va construyendo, a la vez que va configurando su propio mundo. Por eso, la praxis, la acción que debe acompañar a la teoría, sea un elemento importante para Marx, el cual enfatiza en la onceava tesis sobre Feuerbach, al insistir en el carácter transformador del entorno natural que posee el ser humano. El hombre no puede quedarse únicamente en un plano de contemplación. Debe actuar sobre su realidad material. Debe luchar por transformar su mundo.
Precisamente porque el hombre se ve impulsado a actuar modificando su entorno natural y social, es que el trabajo ocupa un lugar primordial en su mundo y en la historia. De ahí también el papel importantísimo que Marx le asigna al obrero como sujeto histórico, actor principal en esa historia que se escribe por medio su trabajo. Aquí nuevamente se evidencia por qué es fundamental recuperar el sentido original del trabajo, pues sólo en tanto reencontremos ese sentido podremos superar la enajenación y podremos construir un mundo verdaderamente humano.
Se debe aclarar que cuando Marx habla de transformar y dominar la naturaleza no está diciendo que se deba destruir. El nivel de degradación que hoy sufre nuestro planeta, y el cual pone en peligro la misma existencia del hombre, es producto de la irracionalidad que acompaña, en la actual fase de la historia, al capitalismo salvaje que trata, por todos los medios ( como la famosa globalización), de salvarse a sí mismo. En el pensamiento de Marx encontramos, por el contrario, ciertas ideas que podrían usarse como base teórica de un discurso ambientalista. Pero eso será tema para otro artículo.




* Profesor titular de Filosofía, Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.