lunes, 29 de noviembre de 2010

Análisis ético-fenomenológico de los Derechos Humanos

*Harold Soberanis

Pocas veces, en nuestro medio, se tiene la oportunidad de leer un buen libro cuya lectura, además de estimularnos a la reflexión, nos proporcione un placer indescriptible. Y no es que se carezca de talento intelectual, pues hay muchos profesionales capaces, con ideas frescas y renovadas que, con sus escritos, hacen un importante aporte al pensamiento local, contribuyendo al debate y enriqueciendo el discurso académico. Más bien lo que sucede es que hay poca disposición en publicar libros serios, que exijan del lector no sólo una formación previa, sino un buen grado de análisis y reflexión. Y claro, libros de este tipo no son comerciales y las editoriales, cuyos propietarios poseen una mente mercantilista, no muestran interés por ellos pues no son consumidos por la mayoría.

Viene todo esto a cuento a partir de haber leído en estos últimos días, el libro titulado Derechos Humanos: una aproximación ética, cuyo autor, Jorge Mario Rodríguez, es un intelectual joven y brillante que, lamentablemente como sucede con personas como él, tuvo que emigrar a otros lares pues aquí nadie aprecia su talento. Triste nuestra realidad, pero la verdad es que en Guatemala únicamente encuentra espacio la mediocridad en todos los ámbitos. Por eso, la gente inteligente se tiene que ir a donde valoren su capacidad intelectual.

La obra en cuestión, aborda un tema de suyo muy actual que, gracias a la politización (peyorativamente hablando) que se hace de él y del activismo que lo ha convertido en su modus vivendi, se ha tergiversado notoriamente, desvirtuando su sentido original. De esa cuenta, muchas personas rechazan los derechos humanos, pues los consideran una especie de escudo que protegen solamente al delincuente y criminal. Esto, obviamente, es lo más alejado de la realidad. De ahí el gran mérito de este libro, pues con un lenguaje sencillo y ameno, aunque sin perder rigurosidad y profundidad, recupera el significado primitivo de los derechos humanos, insertándolos en la esfera de la ética y explicitando el aporte que nuestra cultura americana ha hecho al respecto. De esta forma, Rodríguez nos demuestra que los derechos humanos son principios morales válidos para todos los seres humanos, no sólo para los criminales.

Jorge Mario, desarrolla una fuerte crítica a la concepción liberal de los derechos humanos, concepción que enfatiza su supuesto carácter individualista. Sobre todo, pone en duda el tan cacareado "derecho a la propiedad", pilar fundamental de los neoliberales. Éste no puede ser un derecho humano original, ni inferido de la naturaleza del hombre. Es más bien un invento que el neoliberalismo esgrime, para defender los intereses particulares de la clase dominante.

Asimismo, y este es otro gran mérito de la obra, su autor enfatiza y explica claramente el legado que nuestros pueblos americanos, en especial a partir de la conquista y colonización por parte de España, ha heredado a la tradición de los derechos humanos, enriqueciendo su visión y añadiendo elementos valiosísimos como la revelación del "otro" y su constitución de ser humano. El hecho de que el "otro" se me revele como un ser humano, con toda su dignidad y derechos, sólo es posible al percatarnos de su mirada, la cual coincide con la nuestra, se entrelaza con ella y asume una dimensión que me es familiar: ese "otro" es un ser igual a mí.

En este sentido, siguiendo la idea arriba señalada, es importante recordar la obra de pensadores como Francisco de Vitoria y Fray Bartolomé de las Casas quienes, dentro de la mejor tradición humanista, desarrollan una serie de argumentos con la que demuestran que el indígena es un ser humano como todos, por lo que goza de derechos inalienables.

Algo que llama poderosamente la atención de esta obra que comento, es que su autor no olvida, y así nos lo hace ver, que cada derecho implica a su vez un deber. Esto es importante tenerlo en cuenta pues sucede que en algunos países como el nuestro, se enfatiza demasiado que tenemos derechos, pero se olvida frecuentemente que también tenemos deberes que implican obligaciones para con los demás. Este olvido ha llevado a una visión desnaturalizada de los derechos humanos, que ha sido aprovechada oportunamente por diversas entidades que han encontrado en la defensa de los derechos humanos, su modus vivendi.

Algo significativo de este libro, y que su autor resalta a lo largo de su desarrollo, es el carácter ético de los derechos humanos. Al hacerlo les proporciona un andamiaje teórico fundamental, que permite contemplarlos desde otra perspectiva. Ya no se trata de simples argumentos enarbolados por un activismo que se alimenta de la cooperación internacional, sino de principios constitutivos que apuntalan y orientan la dimensión humana del hombre. Cuando los derechos humanos dejan de ser banderas, que alzan distintos segmentos sesgadamente politizados de la sociedad, éstos se convierten en normas de conducta que dirigen la acción humana, haciendo de la convivencia social algo digno y deseable. De esa manera, Jorge Mario nos posibilita un acercamiento fenomenológico de los derechos humanos, a partir de la revelación de la esfera ética en la que se insertan.

Sin duda alguna, la lectura de esta obra habrá de dejarnos importantes ideas que será necesario reflexionar y discutir. Nos proporcionará otra manera, nueva y renovada, de ver los derechos humanos. Quizá después de leer este libro, su percepción de los derechos humanos, amigo lector, habrá de cambiar y se dará cuenta de cuán importantes son en nuestra vida. Por eso le recomiendo leerlo, no se arrepentirá.


*Profesor titular de Filosofía, Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, Universidad de San Carlos de Guatemala.

jueves, 11 de noviembre de 2010

La antropología filosófica como presupuesto básico de toda teoría ética

Harold Soberanis

Una de las tareas fundamentales de la Filosofía y, por ende, de los profesionales de esta disciplina, es la reflexión sobre los fines que mueven o impulsan las acciones de los seres humanos. ¿Qué es lo que hace que los hombres actúen de determinada manera? ¿Cuáles son los motivos de su acción? ¿Persiguen adecuarse a la Ley Moral o sólo siguen sus impulsos y deseos? ¿Qué es lo que da validez y legitimidad a los diversos códigos morales que conocemos?

Estas y otras muchas preguntas más son las que los filósofos, desde la antigüedad, han tratado de responder. El cúmulo de sus reflexiones constituye un saber que hoy conocemos como Ética o, en otros ámbitos, Filosofía Moral. La Ética, pues, es esa parte de la Filosofía que se refiere a la búsqueda de los principios o fundamentos que expliquen tanto la conducta de los seres humanos, como las normas o reglas morales que hemos inventado para orientar positivamente nuestras acciones. De lo anterior es fácil inferir, entonces, que la Ética es un saber teórico cuyo objeto de estudio es algo práctico: la acción humana, y que surge posteriormente a la moral que, a su vez, brota de la necesidad de normar las acciones que los seres humanos establecen entre sí en sociedad.

Ahora bien, toda teoría ética presupone, aunque no sea de forma explícita, una antropología. Es decir, una concepción filosófica de lo que es, o debería ser, el hombre. Pero no sólo se presume una antropología, puesto que para que una propuesta ética sea completa, debe incluir también una consideración sobre la sociedad y la cultura en general, tanto como una concepción del mundo.

En este artículo, sin embargo, no pretendemos referirnos a la relación entre la ética y los demás saberes humanos, sino únicamente a la exigencia de que toda teoría ética debe descansar en un concepto de hombre. Este requisito es primordial tenerlo en cuenta pues, dependiendo de la concepción de ser humano que se formule, así será la teoría ética que se plantee. De ahí la importancia de construir una idea de hombre más plausible y sólida, tomando en consideración no sólo el legado filosófico que nos han heredado los pensadores de otras épocas, sino lo que nuestro sentido común nos dicta.

Ejemplos de que toda teoría ética presupone una concepción filosófica del hombre, encontramos a lo largo de la historia de la Filosofía occidental y de otras culturas, por supuesto. En la época antigua, los filósofos clásicos afirmaban, en general, que los hombres actuábamos en función de alcanzar un fin. Éste podía ser el placer o la felicidad. Para Aristóteles, era la felicidad la que nos impulsaba, aunque ésta, según el Estagirita, tenía más bien que ver con el ejercicio de la actividad intelectual que con lo corpóreo. Esta afirmación no debería sorprendernos pues él era, a fin de cuentas, un filósofo y por lo mismo, tenía en alta estima lo intelectual. Epicuro, por su parte, afirmaba que el fin de la acción humana era el placer, aunque no cualquier placer. Se ha tendido a pensar que lo que Epicuro propone no es más que el placer vulgar, que tiene su origen en las más bajas pasiones humanas. Esto es erróneo pues, si leemos con atención lo que este filósofo nos dice, nos daremos cuenta que él está hablando de un placer refinado, propio de los seres cultos y virtuosos. En todo caso, lo importante acá es notar que en la base de estas consideraciones éticas subyace una noción de hombre, que se podría resumir en la idea de que, para los griegos, el hombre es un ser racional cuya estructura está diseñada para ser feliz. La búsqueda de la felicidad, pues, se convierte en un imperativo moral que se articula con la propia naturaleza humana.

Durante la Edad Media, con el aparecimiento del Cristianismo y su posterior expansión y dominación en el mundo occidental, la idea de hombre se va transformando. Ahora ya no se trata del ser humano autónomo, racional y libre de actuar según su propia naturaleza pensante. En este momento, se reconoce un ser superior que, otorgándole una limitada libertad, ejerce sobre él su poder, le domina y le señala lo que debe hacer y lo que tiene prohibido. De esta idea antropológica en la que el hombre es la máxima expresión de la creación divina, aunque sujeto y subordinado a su creador, derivará una concepción ética en la que la moralidad de los actos humanos, dependerá de qué tanto se aproximen éstos a la ley de Dios, ley que está plasmada en los diez mandamientos. Mientras más nos guiemos por este decálogo, más moralmente buenos seremos cumpliendo así con el mandato divino.

Con el surgimiento del Renacimiento y la Edad Moderna, el ser humano retoma su autonomía, la misma que había perdido en el medievo. Al recuperarla, vuelve a darse cuenta del poder que posee. Aunque ya no será el mismo sentido de poder que poseía el hombre de la antigüedad, pues ahora cuenta con un nuevo saber que le otorga una mayor capacidad de dominación sobre el mundo. Este nuevo saber es la ciencia. La ciencia moderna les dará pues, a los hombres de esta época, nuevas herramientas de poder. Ahora, los seres humanos no poseen más límites que los que su propia imaginación les impone. Nuevamente la idea de hombre ha cambiado y con ella todo lo que él hace, incluyendo su noción de moral. Descartes propondrá una moral provisional, mientras se encuentre un punto sólido en donde construirla; Hume y los empiristas reducirán la moral a convencionalismos, producto de la experiencia particular; Kant confiará en la Ley Moral que todos reconocemos racionalmente porque está inscrita en nosotros, y pretenderá establecer una norma general de conducta aplicable a todos los hombres en cualquier tiempo: el imperativo categórico. Después de Kant, los idealistas llevarán a sus extremos las tesis kantianas.

Ya en la época contemporánea la idea de hombre va tomando diversos rumbos, adquiriendo infinidad de matices lo cual incidirá, como hemos venido insistiendo, en una nueva teoría ética. Entre los muchos pensadores de este momento, uno que nos parece fundamental es Marx. Como sabemos, para dicho filósofo la realidad es material. Los hombres nos vemos configurados por las condiciones materiales de la vida social. Todo lo que hacemos en sociedad, eso que llamamos cultura, será determinada por las relaciones que vamos estableciendo, en el proceso de producción de bienes necesarios para la vida. Por eso, para Marx, los hombres somos seres económicos, en el sentido de que lo fundamental, lo que puede definirnos, es el sistema económico que impera en una época específica de la Historia. Si lo que importa es el modo de producción, el modelo económico prevaleciente en la sociedad en un momento dado, porque de él depende lo que será la cultura, es fácil deducir que la moral se verá determinada por dicho modelo. Esto tiene implicaciones importantes porque para Marx no hay una moral absoluta o universal, sino que ésta será histórica y responderá, al igual que el derecho, la ciencia o la misma filosofía, a los intereses de la clase dominante. Así, por ejemplo, en un sistema económico capitalista, los valores y códigos morales que prevalecen, responderán a los intereses de la burguesía, que es la clase dominante.

Más recientemente, en el siglo XX surgirá una serie de propuestas éticas cuya base será una diversidad de concepciones antropológicas. Quizá una de las más importantes e influyentes en la primera mitad de dicho siglo, sea el Existencialismo. Para los filósofos de esta escuela, especialmente Sartre, no se puede hablar de una naturaleza humana, pues el hombre no es un objeto y, por lo tanto, no es un ser acabado, encerrado en sí mismo y sin posibilidades de autotransformación. El ser humano es un ser abierto a una serie infinita de posibilidades, que se irán realizando según las condiciones de cada quien. El hombre es posibilidad dada su libertad. En el ejercicio de ésta se irá construyendo a sí mismo, proceso que finalmente concluirá con la muerte. Tampoco Sartre reconoce valores universales, por lo que niega que haya una moral válida para todos. De hecho, lo que afirma es que cada quien debe inventar su propia moral. Esto nos llevaría a pensar que lo que este pensador propone es un relativismo. Pero dicho peligro queda conjurado, cuando introduce la idea que, al escoger determinados valores o principios de acción, estoy comprometiéndome con los demás, me estoy responsabilizando ante ellos, por lo que surge la solidaridad como un valor fundamental, que disipa toda posibilidad de relativismo.

Bien, en este vistazo por la historia de la Filosofía, rápido y brevísimo dada la naturaleza de este escrito, hemos podido darnos cuenta de cómo las diversas teorías éticas que han surgido a lo largo de ella, llevan implícita, de forma clara o no, una concepción antropológica. Esto es ineludible pues, como señalamos al principio, no puede formularse una ética sin presuponer una concepción de hombre ya que, en este caso, dicha ética estaría como en el aire, sin las bases sólidas necesarias que la fundamenten. Con esto queda mostrado, aún faltando la demostración, de cómo la Ética y la Antropología Filosófica se articulan en la reflexión y búsqueda por encontrar aquel principio, que revista de moralidad la acción humana.

viernes, 5 de noviembre de 2010

¿QUÉ ES EL HOMBRE?

Harold Soberanis¿

Una de las grandes aportaciones de la filosofía occidental a la cultura de la humanidad es, a mi juicio, la reflexión sobre el ser humano. La preocupación por comprender la naturaleza humana siempre ha estado presente en la filosofía, desde los primeros pensadores de la Grecia clásica hasta nuestros días. De esa cuenta, muchas y variadas han sido las propuestas que sobre lo que el hombre es, se han hecho en diferentes épocas y desde distintas perspectivas.
De entre las múltiples concepciones que han surgido, en estos más de dos mil años de pensamiento filosófico occidental, hay una que, desde mi particular punto de vista, es de las más enriquecedoras, pues aporta ideas y temas valiosos que contribuyen al análisis y discusión sobre la esencia humana, generando un discurso siempre vigente. Me refiero a la concepción antropológica que plantea la escuela existencialista.
Como es sabido, este movimiento filosófico tiene sus antecedentes en la obra del filósofo Sören Kierkegaard, pensador danés del siglo XIX. Este autor desarrolló su filosofía en clara oposición al idealismo hegeliano, tan en boga en su época. Sin embargo, su obra no fue valorada en su justa dimensión y durante mucho tiempo estuvo olvidada, siendo hasta la primera mitad del siglo XX cuando se redescubre y reconoce su importancia. Tal es el impacto que provoca en los filósofos de esta época, pues en este período es cuando el existencialismo cobra mayor auge, llegando su influencia hasta pensadores, escritores y artistas de diferentes partes del mundo.
La filosofía de Kierkegaard enfatiza el sentido de posibilidad de la existencia resaltando el carácter negativo y paralizante de dicha posibilidad. Aunque otros pensadores antes que él ya han señalado que el hombre es posibilidad, creo que lo valioso del análisis de Kierkegaard radica en el hecho de considerar esa posibilidad, como algo negativo que nos conduce inevitablemente a la nada. Precisamente porque la existencia humana es un abanico de posibilidades que se van aniquilando mutuamente, surge el sentimiento de angustia ante lo incierto del devenir. Dicho sentimiento es lo que caracteriza al ser humano siendo, por lo tanto, tal angustia existencial lo que lo define, haciéndolo más humano y distinguiéndolo de los animales.
En términos generales, esto es lo que los pensadores existencialistas ya en el siglo XX, van a rescatar de la filosofía kierkegaardiana, poniendo el acento en la existencia humana y no tanto en su esencia. Esto se comprende si comparamos el existencialismo con la filosofía antigua, por ejemplo. En efecto, para los filósofos antiguos lo importante es la esencia del hombre, puesto que ésta lo diferencia de los demás entes que habitan el mundo. Esta supuesta naturaleza humana está por encima de su existencia, la cual no es más que un modo de predicar su ser. Siguiendo este argumento, los existencialistas, especialmente Sartre, llegarán a afirmar que lo más importante no es la esencia humana sino su existencia, pues en sentido estricto el hombre no es, es decir, no es un ser acabado y por lo tanto no puede hablarse de que posee una naturaleza. De la preocupación original por comprender qué es el hombre dentro del discurso existencialista, se irán derivando algunos otros temas como la muerte, la finitud, el sinsentido de la vida, la precariedad, la libertad, la moral, etc.
Por su parte, Sartre, partiendo del método fenomenológico y acusando una marcada influencia de Heidegger, habrá de desarrollar una filosofía propia muy original, en que enfatizará la idea de la existencia como nada. Su herencia fenomenológica se nota cuando afirma que el análisis existencial es análisis de la conciencia: “un estudio de la realidad humana debe empezar por el cogito”. El cogito es la actitud de la reflexión sobre sí mismo, sobre la propia interioridad espiritual. De ahí que todas las categorías sartreanas se deriven del análisis fenomenológico de la conciencia.
Para Sartre, el ser humano es fundamentalmente existencia. Ahora bien, la estructura misma de esta existencia es la libertad; libertad que no significa el capricho momentáneo del individuo por realizar algo, sino el proyecto fundamental en el que están comprendidos actos y voliciones, que constituyen la posibilidad última de la realidad humana. Esta libertad es posibilidad infinita de elección que amenaza nuestra condición actual en tanto que, en que cada elección, corremos el riesgo de devenir en algo distinto. “Yo estoy condenado a ser libre”, afirma Sartre, lo que puede interpretarse como el hecho ineludible de que no podemos dejar de elegir o, lo que es lo mismo, no podemos dejar de ser libres.
Esta libertad fundamental que hunde sus raíces en la misma existencia humana nos obliga, pues, a elegir encontrando en cada elección la posibilidad de configurarnos a nosotros mismos. Dicha posibilidad implica, asimismo, la de inventar nuestra propia moral. Si el hombre es principalmente existencia y no esencia, si la existencia precede a la esencia, esto significa que no “somos”, sino que existimos, que nuestra característica principal es existir. No somos en el sentido de que son las cosas. Cualquier objeto del mundo empírico es algo, ya está acabado, no tiene otra posibilidad de ser a menos que un artesano decida transformarlo. Este no es el caso del ser humano. El hombre es su propio artesano y la obra por hacer. Ya que no hay Dios que nos dé nuestra esencia, somos nosotros mismos, en la libertad infinita que poseemos, quienes debemos hacernos en cada elección. De ahí que nuestra máxima obligación moral sea precisamente esa: construirnos moralmente dentro de una sociedad en la que los otros son mi negación y yo la negación de ellos.
Esta condición propiamente humana nos revela que somos seres precarios y finitos, somos seres contingentes y que la vida humana es un sinsentido. Sin embargo, esta certeza no nos debe llevar a la desesperación o el quietismo, sino por el contrario, debe impulsarnos a la acción y al compromiso con el otro. El saber y estar conscientes de que somos seres finitos y necesitados, no implica indiferencia hacia los demás, ni significa relativismo moral. Más bien significa que debemos comprometernos con el otro y ser solidarios en su sufrimiento y soledad.
Muchas veces se ha interpretado el pensamiento de Sartre, como una apología del pesimismo y negación a la vida. A mi juicio esto es totalmente erróneo. Si bien este filósofo no acusa el optimismo que conlleva una actitud burguesa frente a la vida, optimismo que es acomodamiento y autosatisfacción, tampoco está llamando a la actitud pasiva y desesperada que sería lo propio del pesimista. Por el contrario, lo que hace Sartre es afirmar el valor de la vida humana pues, ya que no hay trascendencia porque no hay un Dios que la garantice, lo único que nos queda es vivir esta vida lo más plenamente posible, sin encerrarnos en el egoísmo pequeño burgués o la autosatisfacción del que se sabe o presupone eterno. Significa, a mi juicio, la valoración plena de la vida al afirmarla en cada instante de nuestra existencia.

Bibliografía
Abbagnano, Nicola. Historia de la Filosofía. 1a. edición. Montaner & Simón, S.A. Barcelona, España. 1956.

jueves, 5 de agosto de 2010

Una sociedad enajenada (y el papel de los medios de comunicación)

*Harold Soberanis
En la actualidad es innegable el papel que juegan los medios de comunicación en la configuración y percepción del mundo. A raíz del desarrollo imparable de la tecnología, se han creado una serie de formas de comunicación que prácticamente hacen cada vez más pequeño el mundo. Hoy podemos intercambiar información, ideas o conversar con alguien que está del otro lado del mundo, en el mismo instante que lo deseemos. Hasta quienes desconfían del progreso y sus productos no pueden abstraerse a estos avances tecnológicos.

Ahora bien, a pesar de todos estos adelantos cabe preguntarse si la humanidad, si el hombre concreto de carne y hueso, ha avanzado al mismo nivel que sus inventos. ¿Somos más humanos hoy que antes? Aunque como señalaba arriba, las formas de comunicarse hoy día son tan variadas, ¿realmente nos “comunicamos” más? La percepción que tengo es que sucede precisamente todo lo contrario. Hoy, estamos más aislados, más desconectados, más solos que nunca. Esto significa que a pesar del desarrollo tecnológico seguimos, en términos generales, viviendo en la prehistoria. Claro, hay quienes son más trogloditas que otros. En el caso de Guatemala, aún existen dinosaurios: basta ver nuestra fauna política o empresarial para darnos cuenta de esta verdad.

Desde hace algunos años, Noam Chomsky ha abordado el tema del papel que los medios de comunicación juegan en sociedades capitalistas o pre capitalistas. Como sabemos, el capitalismo basa un buen porcentaje de su “éxito” en exacerbar el consumo de los seres humanos, elevándolo a “consumismo”. Consumir es algo natural del ser humano; el consumismo es una forma degenerada de algo que es necesario para la vida. El consumismo, pues, le conviene a un sistema económico perverso que enajena a los hombres. Y en este proceso de enajenación desarrollan una función importante los medios de comunicación de cualquier índole.

A través del bombardeo continuo que los medios hacen sobre los individuos a fin de que cada vez consuman más, se ha llegado a la idea de que el ser humano vale por lo que tiene y no por lo que es o sabe. Se han trastocado los valores haciéndonos creer que lo importante es el éxito, sobre todo económico, sin importar los medios. Recuerdo una frase de Camus que dice “el éxito es fácil alcanzarlo; lo difícil es merecerlo”. Muchos que se consideran exitosos no reparan en esto que afirma Camus, pues lo único que les interesa es que los demás los admiren por el éxito que gozan. En este proceso degenerativo de los seres humanos juegan, como mencione más arriba, un papel preponderante los medios de comunicación que nos hacen creer en un mundo donde lo importante es la marca del auto que usamos, la ropa de marca que compramos o el celular último modelo que tenemos. Si a todo este bombardeo publicitario agregamos que quienes lo reciben son personas sin mayor criterio ni formación y que consideran todo lo que escuchan como verdades incuestionables, es fácil explicarnos porque estamos como estamos.

Quizá donde más se evidencie esta manipulación que los medios de comunicación ejercen sobre la mayoría de la sociedad, sea en la cuestión política. Condenamos al político X o exaltamos al político Y a partir de lo que los medios nos hacen creer. Que si este ex presidente es un ladrón y aquél un ciudadano ejemplar; que si ese empresario es digno de respeto y el otro de la condena más profunda. Todo esto lo hacemos a partir de lo que dichos medios nos hacen creer y que es lo que conviene a los poderes económicos que están detrás de ellos. Los “dueños” de los medios de comunicación tienen su propia agenda y ésta, obviamente, no coincide con los intereses de la sociedad sino con los de quienes pagan sus salarios.

¿Se puede hablar de una prensa independiente? ¿Podemos hablar de una prensa objetiva? Creo que no. La opinión pública opina lo que los señores feudales de este país quieren que pensemos y utilizan a los diferentes medios de comunicación para hacernos creer que la realidad es como ellos dicen que es y lo cual les conviene a sus intereses particulares.

Ante una realidad así, creo que el papel de los intelectuales es el de la denuncia. Uno de los imperativos morales del intelectual es, siguiendo lo afirmado por Mario Bunge, el aprecio y defensa de la verdad. Los intelectuales tienen la obligación moral de revelar la verdadera realidad y denunciar a los poderes fácticos que nos engañan con los mismos espejitos de antes.

*Profesor titular, Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.

martes, 20 de abril de 2010

¿Neutralidad ética de la ciencia?

* Harold Soberanis
Uno de los grandes temas dentro del debate permanente de la filosofía y su relación con otras áreas del saber, es aquel que se refiere a la relación entre ética y ciencia. Aquí, como en otros problemas de esta índole, se esgrimen diversos argumentos que se podrían resumir en dos posiciones: por un lado, la que afirma que la ciencia no puede ser éticamente neutral por lo que debe ser normada por la ética y, por el otro, la que asegura lo contrario, es decir, que la ciencia se rige por sus propios cánones, que es totalmente autónoma y que no puede ni debe tomar en cuenta a la ética, so pena de verse interferida en sus investigaciones.
Nuestra posición es que la ciencia, tanto como otras disciplinas, no puede estar desligada de la ética. En las siguientes líneas trataremos de demostrar y fundamentar esta posición.
Si bien es cierto muchas de las investigaciones y resultados de la ciencia se refieren a la realidad objetiva, el científico es un ser humano que vive dentro de un cuerpo social, por lo que su trabajo incide, directa o indirectamente, en el grupo al que pertenece. Puede que el trabajo de algún científico se refiera a un fenómeno del universo físico en el que se encuentra el planeta que habitamos, pero las conclusiones a las que llegue pueden ser sesgadas a fin de justificar el uso de esos resultados, a favor o en contra de la humanidad, comprometiendo o desvirtuando su búsqueda de la verdad que es, entre otros, un valor que debe regir su trabajo.
Por ejemplo, los avances en el uso de la energía atómica y sus implicaciones, podrían ser utilizados al antojo de un Estado político particular bajo el argumento de que éste, por haber financiado tal investigación, tiene la capacidad de utilizarla como le parezca pues es un derecho que le corresponde sólo a él y a ningún otro. Esto daría más poder político y militar a algún país poderoso, lo que le permitiría expandir su dominio sobre otras naciones, débiles y dependientes, incrementando sus pretensiones imperialistas en detrimento de aquellos países que no cuentan con el poder económico, ni el desarrollo tecnológico del que aquél goza. Se podría afirmar que dicha potencia es libre de invertir los recursos que quiera en el desarrollo de su poderío militar, pues al fin y al cabo goza de una gran riqueza producto del trabajo de sus ciudadanos por lo que puede usarla en lo que quiera. Se podría agregar que no es culpa de este Estado que hayan otros que sean pobres, puesto que la pobreza o riqueza de un país es responsabilidad de sus ciudadanos y dirigentes que han implantado modelos económicos que los han llevado al éxito o al fracaso, etc., etc.,
Sin embargo, tales argumentos se desmoronan cuando advertimos que el trabajo del científico se da, como señalamos más arriba, dentro de un contexto social, por lo que el producto de sus investigaciones son también de carácter social y sus resultados pueden contribuir a elevar el nivel de vida de la humanidad o, por el contrario, pueden poner en riesgo la misma existencia de los seres humanos; que la riqueza de una nación, si bien por una parte es producto del esfuerzo de sus ciudadanos, también lo es que muchas veces, esa riqueza está construida sobre la pobreza de otros; que el conocimiento no es privativo de nadie y que más bien, tenemos la obligación moral de compartirlo con los menos favorecidos. Resulta no sólo inmoral sino hasta obsceno, observar cómo algunos países poderosos gastan millones de dólares en la fabricación de armas, cuando hay miles de niños que mueren de hambre todos los días, porque no tienen lo mínimo para subsistir.
Claro que la ciencia goza de su propio estatuto epistemológico, lo que le otorga independencia como un saber autónomo, regido por su propio método, objeto de estudio y fundamentos. En otras palabras: la autonomía de la ciencia le garantiza su misma esencia, de lo cual no se infiere que le sea inadmisible regirse por valores o principios que son universalmente reconocidos como deseables.
Asimismo, la permanente relación entre ética y ciencia puede permitir que ambas se enriquezcan de los conocimientos y avances mutuos. El abismo que hay entre ciencia y ética no es tal. Ambas pertenecen a esferas diferentes del quehacer humano, es verdad, pero esto no significa que haya entre ellas una total y absoluta separación, imposible de superar. En la posibilidad de colaborar y apoyarse, dicha separación se hace cada vez más reducida.
Dentro del trabajo del científico existen valores que guían su labor, valores que son válidos y necesarios en cualquier esfera de la vida humana. Con esto quiero decir que los valores de la ciencia, no pueden ser diferentes a aquellos que perseguimos en nuestra vida diaria, lo que vendría a demostrar que la ciencia, aún aceptando su autonomía epistemológica, no está totalmente aislada o separada de un contexto social, ni de la existencia de seres humanos concretos, por lo que sus resultados deben estar orientados a alcanzar el máximo bienestar de la humanidad y no lo contrario.
Valores como la honradez, la honestidad, el amor a la verdad, etc., son válidos tanto para el científico como para el político, el médico o el hombre común. Son válidos porque sin ellos no se alcanza una existencia digna. De esa cuenta, no se puede separar el trabajo del científico del contexto en que se da. Sólo una actitud positivista presenta la realidad como algo fragmentario e inconexo. La realidad es una sola y es una especie de red que se va configurando, a partir de las acciones y relaciones concretas que se establecen entre los seres humanos. Nosotros mismos no somos seres fragmentarios. Los diversos roles que desarrollamos en la vida social no están desconectados unos de otros. Estos no son más que facetas de un mismo ser, unitario, cuya esencia es precisamente la unidad. Pensar que podemos llevar distintas maneras de vida, totalmente desconectadas unas de otras, es un error que hemos aceptado justamente a partir de esa visión positivista y fragmentaria de la realidad.
Esta concepción fraccionada de la realidad y de nosotros mismos revela cierta patología. Por eso resulta enfermizo el hecho de que una persona tenga una actitud distinta como padre, por ejemplo, a otra que tiene como funcionario público. Entre el papel de padre y el de funcionario, no puede existir una total desconexión. El mismo sujeto, desarrollando actividades distintas, debe orientarse por los mismos valores. No puede ser un hombre honrado en su hogar y un perfecto ladrón en su trabajo.
Lo mismo sucede, pues, con el científico. Éste no puede alegar que es una persona diferente en su papel de ciudadano y de investigador, para justificar que su trabajo está más allá de consideraciones éticas. Tampoco puede afirmar que sus investigaciones son totalmente objetivas y que por lo mismo, no pueden estar sujetas al escrutinio moral; que lo moral se circunscribe a su vida como ciudadano o como padre, pero nunca como científico, etc.,
Podríamos seguir ahondado en este tema pues hay muchas otras cosas que analizar. Por el momento me detengo aquí. Solamente deseo dejar en claro una idea: que la ciencia no está más allá del bien y del mal y que un científico antes de serlo es un ser humano lo que le otorga el carácter de ser un agente moral.

Profesor titular. Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.
haroldsoberanis@usac.edu.gt
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lunes, 1 de marzo de 2010

Por una educación liberadora

*Harold Soberanis

En otras ocasiones me he referido a la necesidad de enfatizar el importante papel que juega la educación, en relación a la configuración de individuos responsables y activos, que con su esfuerzo constante construyan sociedades mejores. Lograr una sociedad más digna y justa, donde cada quien tenga lo necesario para alcanzar una vida plena es un deseo de todos, sobre todo en los tiempos que corren.

Ahora bien, no puede ser cualquier tipo o modelo de educación el que se proponga, pues de ser así, se presenta el riesgo que nuestros esfuerzos sean inútiles. Por eso mismo, es necesario reflexionar sobre el tipo de educación al que aspiramos.

A mi juicio, una verdadera educación que proporcione a todos los miembros de la sociedad los instrumentos que les permitan alcanzar el bienestar que se desea, no puede ser otra más que aquella que libere al ser humano, de formas de pensamiento que le condenan a la servidumbre de todo tipo. Determinadas formas de pensamiento pueden conducirnos a acciones perversas que nos desnaturalizan y separan de los otros. Es el caso, por ejemplo, de la violencia generalizada en la que vivimos y que puede llevar a un individuo a justificar hechos abominables, como el asesinar a otro para robarle un teléfono que después vende y con ese dinero sostener a su familia. En ningún sentido puede justificarse tal acción.

Este tipo de conducta es posible a partir de formas de pensamiento que desfiguran la realidad moral de la persona. El origen de estas formas hay que buscarlo en el ambiente social que, a través de prácticas perversas, multiplican un discurso consumista y enajenante, el que a su vez es producto de un modelo socioeconómico que ha desvirtuado el carácter social y solidario del ser humano.

En este sentido, el modelo de educación que actualmente se promueve y practica en nuestra sociedad, ha contribuido a la reproducción de formas de pensamiento enajenantes que desembocan, inevitablemente, en formas violentas de comportamiento y fragmentación de la persona humana. Por ejemplo, ahora ya no se habla de objetivos, sino de competencias, inculcando en la mente de nuestros jóvenes, la validez de un discurso que pretende justificar la ambición y la codicia, fundamentándose en una supuesta naturaleza humana egoísta.

A mi juicio, una verdadera educación debería promover en el individuo, el rechazo a estas formas alienantes de comportamiento. Para ello se necesita que tal educación incentive en el educando, un pensamiento crítico que le permita juzgar las acciones sociales en su justa dimensión. Un pensamiento crítico significa ser capaz de analizar determinadas acciones, de acuerdo a valores que todos reconocemos como dignos. De esa cuenta, no se puede considerar la codicia y la indiferencia como valores positivos, que orienten el actuar de los miembros de la sociedad. No puede ser mejor el egoísmo, que la solidaridad entre seres humanos. Si bien es cierto todos buscamos estar mejor de lo que estamos, ese “estar mejor” no puede alcanzarse a base de explotar y marginar a los otros. Nunca se podrá justificar considerar al prójimo como peldaño sobre el que hay que pasar, para lograr nuestros propósitos.

Ese mismo cultivo de un pensamiento crítico debe llevarnos a tomar conciencia de nuestro papel como ciudadanos, es decir, de seres pertenecientes a una sociedad en la que cada uno juega un papel importante para su construcción. Lo que conlleva a tomar posiciones políticas válidas y a no rechazar la práctica de la política, argumentando que ésta es sucia. Esa indiferencia a la política favorece de maravilla a la clase politiquera que nos gobierna y que cada vez más nos hunde en la miseria de todo tipo. Pero la única manera de participar positivamente en el ámbito político de la sociedad, es a través de una actuación que se rija por valores morales sólidos y una actitud crítica.

Es necesario distinguir entre una actitud crítica y una “criticona”. No se trata de señalar lo malo de la realidad por el simple hecho de hacerlo, sino de analizar y comparar las acciones humanas o los hechos que acontecen, con el fin de encontrar criterios válidos de comportamiento. Y éstos únicamente pueden serlo si se fundamentan en valores permanentes, que contribuyan al crecimiento moral de la persona, es decir, si contribuyen a su dignificación como ser humano y nunca a su degradación.

De esa cuenta, pues, se debe replantear el modelo actual de educación con el fin de configurar uno nuevo. En este sentido, me parece que una propuesta que debe considerarse seriamente, es la que hace mucho tiempo hizo Paulo Freire, cuando planteaba un tipo de educación que se vinculara con el individuo, a partir de la realidad concreta en la que se encuentra. En otras palabras, lo que Freire proponía era una educación que partiera del contexto material de la persona, de su realidad inmediata y no de consideraciones ajenas a ella. Sólo una educación que mantenga esta vinculación del individuo y su realidad, puede generar en él un pensamiento crítico, el cual le puede permitir ser un sujeto activo y propositivo en la transformación de su entorno y, por ende, en la configuración de un ser humano más pleno y realizado.

Una educación que fomente un pensamiento crítico es, pues, fundamental para la formación de seres humanos responsables y participativos. Y ésta, debe comenzar desde la niñez ya que serán los niños quienes, en un momento determinado, tomen las riendas de la sociedad. Desde temprana edad, se les debe inculcar el respeto y el compromiso con el prójimo. Se les debe enseñar que los otros, son seres humanos dignos y que cada uno es, como diría Kant, un fin en sí mismo y nunca un medio. Sólo de esta manera podremos aspirar a una sociedad justa y equitativa, aspiración que todas las personas honestas y de buena educación debemos tener.

*Candidato a Doctor en Filosofía. Profesor titular, Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC. Prosophia.blogspot.com

martes, 26 de enero de 2010

Albert Camus

“Los hombres mueren sin ser felices”.
Albert Camus

*Harold Soberanis

Entre los muchos libros que he leído a lo largo de mi casi medio siglo de existencia, hay algunos que han dejado una profunda huella en mi interior, y a los que vuelvo cada vez que la vida se me torna cuesta arriba. Vuelvo a ellos porque siempre encuentro la respuesta adecuada a un problema que me agobia. Entre estos libros tan queridos están, sin ser éste un orden de preferencia, La Náusea de Sartre, El Lobo Estepario de Hesse, Sobre Héroes y Tumbas de Sábato y El Extranjero de Camus.

Precisamente ahora, que se cumplen cincuenta años de la muerte de Albert Camus, no encuentro momento más propicio para dedicarle algunas líneas que expresen lo que este genial escritor y sus obras han significado en mi vida.

No recuerdo en qué momento leí por primera vez a Camus, pero desde que lo hice surgió en mí una profunda admiración hacia su figura y su obra. De un estilo muy particular, conciso, directo y profundo, Camus es, a mi parecer, uno de los más grandes escritores del siglo XX, lúcido, genial y muy humano. Aunque posee un estilo muy sencillo no por eso es fácil de leer. En sus frases cortas y directas, se esconde una profundidad de pensamiento que no nos deja indiferentes, pues sacude las fibras de nuestro ser.

De cuna muy pobre, a base de esfuerzo, mucha capacidad y un gran talento llegó a obtener el Premio Nóbel de Literatura en 1957 y tres años después, murió en un desafortunado accidente de carretera, cuando aún era joven y estaba en plena madurez intelectual, la que ya por entonces le había convertido en un referente moral de la humanidad que, en esa época como ahora, atravesaba un momento crítico de su historia. Siempre fue generoso y agradecido y nunca olvidó, ni negó sus orígenes. De su agradecimiento queda constancia: el momento en que recibe el Premio Nobel y se lo dedica a su maestro, Louis Germain, quien lo estimuló a no abandonar sus estudios y desarrollarse como un gran escritor.

De Camus lo que he aprendido es a aceptar el carácter absurdo de nuestra existencia, puesto que no hay un dios que sirva de referencia para darle sentido. Este carácter absurdo de la vida humana queda explicitado en su famoso ensayo El Mito de Sísifo donde, apoyándose en este mito griego, demuestra cómo la vida humana carece de sentido y vivirla es un absurdo. Sin embargo, aunque parezca extraño, y en oposición a muchos que han interpretado su pensamiento como un claro pesimismo, esa misma naturaleza absurda de la existencia no implica su negación o abandono. Por el contrario, lo que el pensamiento filosófico de Camus quiere demostrar es que, a pesar del sinsentido de la vida, ésta merece la pena vivirla y no sólo vivirla sin más, sino vivirla con pasión, cada momento, cada instante, cada minuto, pues la vida a pesar de todo es bella y digna de asumirla. Lo que sucede, dice Camus, es que debemos ser conscientes de su sentido absurdo, no para negarla o entregarnos a la desesperación, sino para aceptarla tal como es, con la misma dignidad y heroísmo que lo hace Sísifo al emprender la tarea absurda a la que los dioses lo han condenado. En ese asumir la existencia tal como es y no como las religiones o filosofías baratas nos han hecho creer que es, radica el valor de la vida misma.

Como intelectual de una época difícil vio con lucidez el problema de las sociedades, a través de lo complejo de la naturaleza humana. Nada le era indiferente, por eso asumió un compromiso con todas las luchas que se oponían a cualquier forma de totalitarismo, que de alguna manera condicionaban o limitaban la libertad humana, haciendo de la existencia de los hombres y mujeres de este planeta algo precario.

De ahí pues, que políticamente rechazó los nacionalismos y la pretensión del Estado a controlar la vida de los individuos y colectividades, poniendo por encima de estas formas de opresión la dignidad y la libertad. Aprendió a valorar las cosas sencillas de la vida como las más importantes, más allá de la posesión material de cosas que lo único que hacen es condenar a los hombres a formas inhumanas de esclavitud, aunque no por eso negó lo importante de llevar una vida con los mínimos satisfactores, que harían de ella algo agradable.

Su profunda fe en la libertad, sobre todo de pensamiento, le impidió adherirse a formas políticas que la negaran, lo que le condujo a mantener posiciones controversiales con muchos intelectuales de su época. Famosa es la polémica que sostuvo con Sartre, después de haber cultivado una amistad de muchos años entre ambos y que les llevó a colaboraciones de distinto tipo. Sartre aceptaba el poder del Estado en determinados casos y esto significaba oponerse a la libertad, lo que trajo como consecuencia que surgieran ciertas discrepancias ideológicas entre ellos, que al final se vieron reflejadas en un alejamiento. Sin embargo, cuando acontece la trágica y absurda muerte de Camus, Sartre fue de los primeros en lamentarla reconociendo su grandeza intelectual y humana, lo que viene a demostrar, en última instancia, la nobleza de espíritu del autor de La Náusea.

Una consecuencia que se deriva de la idea de que no hay un dios que sea un punto de referencia moral es, según Camus, el hecho de que debemos inventarnos nuestra propia moral más allá de cualquier fórmula o código moral dado. Y no sólo lo podemos hacer, sino que tenemos la obligación de hacerlo, porque somos seres libres. Esta tesis, y algunas otras, lo ubicaron conceptualmente entre los existencialistas, aunque él lo negara muchas veces.

Otra de las facetas importantes de Camus fue la de periodista. En ésta, como en las otras que desarrolló, siempre mantuvo una coherencia y honestidad intelectual que le valieron tanto el reconocimiento de algunos como el rechazo de otros. Sin embargo, se mantuvo fiel a sus convicciones. Respecto a este oficio es importante señalar que asumió la libertad de expresión como un valor fundamental de esta profesión, pero sin considerarla como un escudo que hiciera del periodista un ser intocable. La libertad exige responsabilidad y compromiso consigo mismo y con los demás, pero nunca puede ser excusa para atrincherarse en posiciones que nieguen la verdad y se pongan al servicio de los poderosos. Esta manera de entender el periodismo debería ya de por sí ser una lección que no deberían olvidar todos aquellos que se dedican a él, sobre todo en países como el nuestro donde muchos periodistas, apoyándose en el derecho a expresarse libremente, se consideran incuestionables como si estuviesen más allá del bien y del mal, y utilizan este noble oficio para desprestigiar, calumniar o conspirar.

A pesar del tiempo transcurrido desde su muerte, en el que injustamente su obra y pensamiento han ido cayendo en el olvido para dar paso a personajes oscuros y mediocres que con su actuar han trastocado los verdaderos valores que dignifican al hombre, sustituyéndolos por la vulgaridad y el escándalo, deberíamos volver a él. En estas épocas de crisis de toda índole que han hecho de la mayoría de nosotros seres sin esperanza, ni sueños, bien nos vendría releer sus textos con el fin de encontrar en ellos las claves necesarias que nos permitieran comprender nuestra situación existencial. Porque Camus es de esos intelectuales que como Marx y Sartre, y en palabras de Brecht, son imprescindibles.

*Profesor titular de Filosofía, Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.
Prosophia.blogspot.com