Yo había encontrado mi religión: nada me parecía
más importante que un libro. En la biblioteca veía un templo.
Jean-Paul
Sartre
Harold
Soberanis[1]
Recientemente, mientras buscaba algún material para utilizar con mis
estudiantes de la Universidad, metido en ese laberinto virtual y a veces
alienante del Internet, tuve la fortuna de tropezarme con un texto bastante
interesante y del cual ignoraba su existencia.
Dicho texto, titulado Fue mi
maestro, escrito por el filósofo
francés Gilles Deleuze, trágicamente
fallecido y uno de los más connotados representantes de la filosofía del siglo
XX, apareció hace algunos años en el periódico argentino Página 12, aunque el texto original se remonta a los años sesenta.
En él, Deleuze se refiere a lo que significó para su generación, y las
posteriores, la figura y el pensamiento del destacado pensador, también
francés, Jean Paul Sartre.
Sartre es quizá
el más visible y controversial exponente del Existencialismo, ese movimiento
filosófico que alcanzó su máxima expresión en la primera mitad del siglo XX,
pero cuyas raíces las encontramos en el siglo anterior, sobre todo en la figura
del filósofo danés Sören Kierkegaard.
Deleuze se queja, en su artículo, de vivir una época en la que las
grandes figuras intelectuales, como la de Sartre, han desaparecido, lo que ha
provocado que la humanidad contemporánea camine a la deriva, en un mundo cada
vez más caótico y sinsentido. De ahí
pues, que resalte lo que el gran filósofo francés significó para él y para
todos los hombres y mujeres de su generación que vieron en Sartre no solo al
hombre coherente con su obra, sino al intelectual comprometido y honesto.
Sartre ha sido uno de los filósofos más denostados, vilipendiados y
admirados de la historia. Su pensamiento
no admite concesiones, ni busca quedar bien. Desafía al poder y a lo
tradicional y, sobre todo, rechaza y denuncia la cómoda posición burguesa de la
vida. Es un intelectual que va contracorriente y por eso nos sorprende. A mi
juicio, en Sartre se resume, al igual que en Marx, lo que debe ser un verdadero
intelectual.
Intelectual a tiempo completo, Sartre supo combinar su profesión de
filósofo con la de dramaturgo, novelista, ensayista, activista político, amigo
y amante. Sus aventuras sentimentales con muchas mujeres son tan famosas como
su fidelidad a la compañera de toda su vida, la también destacada intelectual y
figura principal del movimiento feminista no antimasculino, Simone de Beauvoir.
Esta capacidad sartreana de ser un intelectual comprometido con los
hombres de su tiempo, le permitió desarrollar un profundo humanismo en el
sentido de ser consciente del dolor del hombre concreto, en un mundo cada vez
más injusto. Conoció y compartió la soledad de una generación entera, después
de la tragedia de la Segunda Guerra Mundial. El vacío interno, la angustia ante
un mundo caótico y huérfano de sentido, la explotación de miles de obreros por
un sistema económico de suyo perverso, le dotaron de la consciencia suficiente
que le permitió reflexionar sobre la condición del hombre.
La habilidad de Sartre de poder combinar su trabajo intelectual de
escritor y filósofo con una vida activa, en constante contacto con las gentes
de su entorno, le confirieron una gran capacidad para intuir aspectos ocultos
de la naturaleza humana. Aunque pudo
equivocarse en muchas cosas, sus reflexiones sobre la consciencia, la
introspección, la sexualidad humana y sus relaciones con el poder, la política
y las relaciones interpersonales, están llenas de intuiciones que explicarían
muchas de las acciones que realizamos a diario y cuya causa, la mayoría de
veces, no comprendemos. A todos nos ha
pasado que actuamos de determinada manera, reaccionamos de una forma que a
nosotros mismos nos sorprende, decimos algo que no queríamos, etc. Todas estas
son acciones que reflejan matices oscuros de nuestra naturaleza. Estas acciones
pueden ser analizadas por la psicología, pero también la filosofía puede
aportar mucho al respecto. Pues bien, Sartre realiza ese análisis planteándolo,
especialmente, en sus obras de teatro y novelas, pero también en sus tratados
filosóficos.
Todo esto es quizá lo que Deleuze, en su artículo, echa de menos al recordar la figura y obra de
quien considera su maestro. Deleuze se queja, en su momento, de la falta de
intelectuales de la talla de Sartre quienes, para bien o para mal, fueron
modelos para muchas personas quienes, en la sombra de su propia existencia
cotidiana, adoptaron modos de vida o de pensamiento que, sin saberlo, eran
producto de las enseñanzas de aquellos intelectuales.
Hoy día, en el inicio del siglo XXI, esta queja de Deleuze adquiere
mayores dimensiones y renovada vigencia. Basta con mirar a nuestro alrededor:
lo que vemos es un mundo carente de imaginación, ausente de racionalidad, falto
de intelectuales que sirvan de referencia para esta generación enajenada por la
tecnología y el consumismo. Este vacío es aún mayor en países subdesarrollados
como el nuestro, donde la ignorancia nos hace presas fáciles de políticos
demagogos, pseudolideres, falsos dirigentes y empresarios avorazados e incultos.
Tal vez, nuestra realidad sería otra, si tuviéramos al menos, un intelectual de
la talla de Sartre. Aunque, pensándolo bien, acaso sea demasiado pedir.
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