martes, 29 de octubre de 2013

¿Es necesaria la Filosofía?



Harold Soberanis[1]

                En sociedades como la nuestra, muchas personas suelen extrañarse de que alguien se dedique a la filosofía, pues creen que dicha actividad es algo inútil, algo que no tiene sentido. Esta forma de pensar no debería sorprendernos pues es producto del bajo nivel de educación de un pueblo que sigue sumido en la enajenación y desconoce, por lo mismo, no solo el valor e importancia de la filosofía, sino de todas aquellas disciplinas que tienen que ver con el crecimiento interno del ser humano. Dicha enajenación es, a su vez, una política de Estado quien, junto a los poderes económicos, no permite que la gente se eduque, pues un pueblo educado piensa y si piensa es crítico, lo cual no conviene a sus mezquinos intereses.
Sin embargo, lo alarmante de todo esto es que esta opinión equivocada sobre la filosofía, no venga solamente de personas sin instrucción o políticos ignorantes o empresarios incultos sino, incluso, de profesionales de diversas áreas.
A muchas de estas personas les extrañaría saber que en los últimos años, por ejemplo, son bastantes los jóvenes que han ingresado al Departamento de Filosofía de la Facultad de Humanidades de la USAC, a estudiar esta disciplina. Y les sorprendería aún más, saber que la mayoría de ellos trabajan,  pues son muy pocos  quienes tienen la suerte de dedicarse exclusivamente a estudiar, lo que vendría a derribar ese prejuicio de que solo los “haraganes” estudian Filosofía.
Lo anterior nos demuestra que la búsqueda de un saber profundo y serio, sigue siendo una necesidad de las personas, sobre todo de aquellas que no se conforman con explicaciones fáciles, - como las de la religión o de esos pseudointelectuales que, con sus cursos motivacionales, pretenden adocenar a la gente.- Lamentablemente, dentro de la misma Universidad es escaso el apoyo que se da a estos estudios. De ahí, que se tenga una serie de carencias que impiden desarrollar un trabajo docente más eficaz.
Empero, a pesar del panorama difícil que enfrentan los estudios de las Humanidades, en general, y de la Filosofía, en especial, la necesidad de dedicarse a ellos es evidente y perentoria. El panorama es difícil pues, la mentalidad mercantilista y voraz de un sistema económico de suyo perverso, no permite contemplar en su justa dimensión el valor de la Filosofía. Acá lo que interesa es producir más objetos y consumir irracionalmente para aumentar las cuentas bancarias de los dueños del dinero. En una sociedad así, se desprecia el cultivo de la Razón y el desarrollo de una mente crítica.
Afortunadamente, el hecho de que muchos jóvenes estén interesados en la filosofía, demuestra que las personas son conscientes de la necesidad de pensar por sí mismos.  De esa suerte, acaso sean las generaciones futuras las que  fomenten la urgencia de los estudios filosóficos. El fruto de este esfuerzo se verá recompensado en el hecho de ser una sociedad más democrática y participativa, con verdaderos ciudadanos. Es decir, personas comprometidas con su país,  honestas y, en especial, con  capacidad crítica para analizar y resolver los problemas que se presenten, y que es lo que nos falta actualmente.




[1] Profesor titular de Filosofía, Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.

Un maestro llamado Sartre






Yo había encontrado mi religión: nada me parecía
más importante que un libro. En la biblioteca veía un templo.
                                                                       Jean-Paul Sartre
Harold Soberanis[1]
Recientemente, mientras buscaba algún material para utilizar con mis estudiantes de la Universidad, metido en ese laberinto virtual y a veces alienante del Internet, tuve la fortuna de tropezarme con un texto bastante interesante y del cual ignoraba su existencia.

Dicho texto, titulado Fue mi maestro,  escrito por el filósofo francés Gilles Deleuze, trágicamente fallecido y uno de los más connotados representantes de la filosofía del siglo XX, apareció hace algunos años en el periódico argentino Página 12, aunque el texto original se remonta a los años sesenta. En él, Deleuze se refiere a lo que  significó para su generación, y las posteriores, la figura y el pensamiento del destacado pensador, también francés, Jean Paul Sartre.

Sartre es quizá el más visible y controversial exponente del Existencialismo, ese movimiento filosófico que alcanzó su máxima expresión en la primera mitad del siglo XX, pero cuyas raíces las encontramos en el siglo anterior, sobre todo en la figura del filósofo danés Sören Kierkegaard.

Deleuze se queja, en su artículo, de vivir una época en la que las grandes figuras intelectuales, como la de Sartre, han desaparecido, lo que ha provocado que la humanidad contemporánea camine a la deriva, en un mundo cada vez más caótico y sinsentido.  De ahí pues, que resalte lo que el gran filósofo francés significó para él y para todos los hombres y mujeres de su generación que vieron en Sartre no solo al hombre coherente con su obra, sino al intelectual comprometido y honesto.

Sartre ha sido uno de los filósofos más denostados, vilipendiados y admirados de la historia.  Su pensamiento no admite concesiones, ni busca quedar bien. Desafía al poder y a lo tradicional y, sobre todo, rechaza y denuncia la cómoda posición burguesa de la vida. Es un intelectual que va contracorriente y por eso nos sorprende. A mi juicio, en Sartre se resume, al igual que en Marx, lo que debe ser un verdadero intelectual. 

Intelectual a tiempo completo, Sartre supo combinar su profesión de filósofo con la de dramaturgo, novelista, ensayista, activista político, amigo y amante. Sus aventuras sentimentales con muchas mujeres son tan famosas como su fidelidad a la compañera de toda su vida, la también destacada intelectual y figura principal del movimiento feminista no antimasculino, Simone de Beauvoir.

Esta capacidad sartreana de ser un intelectual comprometido con los hombres de su tiempo, le permitió desarrollar un profundo humanismo en el sentido de ser consciente del dolor del hombre concreto, en un mundo cada vez más injusto. Conoció y compartió la soledad de una generación entera, después de la tragedia de la Segunda Guerra Mundial. El vacío interno, la angustia ante un mundo caótico y huérfano de sentido, la explotación de miles de obreros por un sistema económico de suyo perverso, le dotaron de la consciencia suficiente que le permitió reflexionar sobre la condición del hombre.

La habilidad de Sartre de poder combinar su trabajo intelectual de escritor y filósofo con una vida activa, en constante contacto con las gentes de su entorno, le confirieron una gran capacidad para intuir aspectos ocultos de la naturaleza humana.  Aunque pudo equivocarse en muchas cosas, sus reflexiones sobre la consciencia, la introspección, la sexualidad humana y sus relaciones con el poder, la política y las relaciones interpersonales, están llenas de intuiciones que explicarían muchas de las acciones que realizamos a diario y cuya causa, la mayoría de veces, no comprendemos.  A todos nos ha pasado que actuamos de determinada manera, reaccionamos de una forma que a nosotros mismos nos sorprende, decimos algo que no queríamos, etc. Todas estas son acciones que reflejan matices oscuros de nuestra naturaleza. Estas acciones pueden ser analizadas por la psicología, pero también la filosofía puede aportar mucho al respecto. Pues bien, Sartre realiza ese análisis planteándolo, especialmente, en sus obras de teatro y novelas, pero también en sus tratados filosóficos.

Todo esto es quizá lo que Deleuze, en su artículo,  echa de menos al recordar la figura y obra de quien considera su maestro. Deleuze se queja, en su momento, de la falta de intelectuales de la talla de Sartre quienes, para bien o para mal, fueron modelos para muchas personas quienes, en la sombra de su propia existencia cotidiana, adoptaron modos de vida o de pensamiento que, sin saberlo, eran producto de las enseñanzas de aquellos intelectuales.

Hoy día, en el inicio del siglo XXI, esta queja de Deleuze adquiere mayores dimensiones y renovada vigencia. Basta con mirar a nuestro alrededor: lo que vemos es un mundo carente de imaginación, ausente de racionalidad, falto de intelectuales que sirvan de referencia para esta generación enajenada por la tecnología y el consumismo. Este vacío es aún mayor en países subdesarrollados como el nuestro, donde la ignorancia nos hace presas fáciles de políticos demagogos, pseudolideres, falsos dirigentes y empresarios avorazados e incultos. Tal vez, nuestra realidad sería otra, si tuviéramos al menos, un intelectual de la talla de Sartre. Aunque, pensándolo bien, acaso sea demasiado pedir.
















[1] Profesor titular en el Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.

miércoles, 12 de junio de 2013

Moral sin dioses



Harold Soberanis[1]
            Es frecuente entre la gente común, afirmar que la base de la moral es la religión y que por lo tanto, no es posible hablar de moral sin una creencia religiosa. Cuando se les pregunta qué religión consideran que es la mejor como fundamento de una supuesta moral, responden que la que ellos mismos practican.
En estos argumentos notamos dos presupuestos básicos, a saber: uno, que la mejor religión, según estas buenas almas, es la que dicen practicar descalificando, a priori, cualquier otra; y dos, que sin religión no hay moral. De este último supuesto, se infiere que un ateo, por ejemplo, carece de moral, precisamente por no creer en ningún dios. De esa cuenta se dice que un ateo es amoral, lo que ya de por sí es un absurdo, pues en sentido estricto no hay ningún ser humano, ateo o no, que sea ajeno a una valoración moral.  En todo caso sería, de ser posible, inmoral pero nunca amoral[2].
Así pues, para estas personas la religión es la única raíz sólida que puede dar firmeza a una concepción moral. No conciben la posibilidad de un proyecto moral sin religión pues, de acuerdo con su lógica, ambas no pueden estar separadas.
Obviamente afirmar que la religión es el único asidero posible para una moral, conlleva aceptar que todo lo que incluye dicha religión es necesario para que tal moral pueda levantarse firmemente. Es decir, no es solamente la concepción religiosa que se tenga, sino también los elementos que la configuran, a saber, Dios, el alma y su inmortalidad, la trascendencia después de la muerte, etc., y que van implícitos en la idea que se tenga de esa religión, lo que está presente en el argumento de que no hay moral sin religión.
            Empero, quienes esto afirman, ignoran que ya desde la Modernidad, dicho argumento quedó invalidado. En efecto, fue Kant, el célebre filósofo alemán, modelo de la Ilustración, quien demostró con sólidos argumentos que no se necesita de la religión para construir una moral que sirva de guía al ser humano en su búsqueda de la Bondad. La sola Razón basta para ello. Es más, es el mismo Kant quien demuestra que no es la moral la que deriva de Dios, sino por el contrario, es Dios quien deriva de la idea de moral.
            Tratar de explicar la estructura interna de los argumentos kantianos que terminan en las conclusiones mencionadas llevaría mucho tiempo, y no es el propósito de este artículo. En todo caso, lo que me interesa dejar claro es que no se necesita practicar una religión, ni creer en dioses, ni asistir a iglesias para vivir moralmente bien en sociedad. A diario, en la práctica cotidiana se invalida el argumento de que sin religión no es posible construir una moral o de que es necesario practicar una religión para vivir moralmente bien. Se invalida en la práctica, puesto que a diario vemos ejemplos de bondad, solidaridad y respeto al otro en muchas personas que se declaran ateas. Tanto, como vemos personas que dicen profesar una religión y creer en un dios de amor, pero que no tienen ningún obstáculo en matar, explotar, corromper y abusar del prójimo.
Cuántos crímenes se comenten a diario en el mundo en nombre de un dios o una religión “x”. El mundo actual es cada vez más injusto y desigual. La vida cada día es más precaria. Y todos estos crímenes, guerras, injusticias y explotación, son provocados por personas de carne y hueso que se declaran fieles creyentes, que dicen seguir una fe en algo trascendente, que aseguran amar su religión, que afirman vivir moralmente bien pues siguen los preceptos de sus guías religiosos. Obviamente, quienes hacen de este mundo un lugar cada vez menos digno no pueden ser considerados buenos.
En conclusión, no es necesaria ninguna concepción religiosa para establecer un cuerpo de normas morales que nos orienten hacia el buen vivir. Lo que sí es necesario y debería ser parte de la práctica moral de cada uno, es la reflexión filosófica que sustente y justifique cada una de esas normas. Esto garantizaría, aun mínimamente, que aquel cuerpo de normas a las que ajustamos nuestros actos es  producto del ejercicio racional, propio de todos los seres humanos.

             


[1] Profesor titular de Filosofía, Departamento de Filosofía, Facultad de Humanidades, USAC.
[2] Se suele denominar amoral a aquella persona que está en contra de cualquier práctica moral, pero esto, a mi juicio es incorrecto, pues amoral es quien no es susceptible de juicios o valoraciones morales. El ser humano, en tanto es un ser libre, es moral. Cuando se opone a determinadas reglas morales se le califica de inmoral, es decir, que va en contra de la moral.  Amorales serían todos los seres del mundo ( menos el ser humano en tanto sea libre) que se sustraen  a cualquier juicio moral.